25 de mayo de 2010

EL BUEN VECINO

Estaba tratando de estudiar inglés para mis exámenes de junio cuando empezaron los gritos. No es extraño, siendo vecino de una gran ciudad, escuchar gritos por el patio; lo que no es tan habitual es oír pedir auxilio. Eran las ocho y media de la noche del jueves y llevaba un cincuenta por ciento de errores en tests de gramática, cuando una voz ronca de mujer empezó a repetir:
¡Iros a la mierda! ¡Me dejáis en paz! ¡Dejadme en paz! ¡Iros a la puta mierda!
Parecía hablar sola y se encontraba, sin duda, bajo los efectos del alcohol. No era la primera vez que se escuchaban gritos así. Desgraciadamente, nos acostumbramos a esa clase de cosas.
El desgarrado monólogo fue aumentando de intensidad girando sobre sus propias palabras en un bucle. Dejé el bolígrafo encima de la mesa y me crucé de brazos a escuchar. Pero el lamento no iba a ninguna parte más que hacia sí mismo. La violencia que latía en la garganta de aquella mujer iba a dejar de poder contenerse solamente en frases de un momento a otro.
De pronto, de la manera más inesperada, una segunda voz de mujer entró en escena. Primero en forma de un grito indescriptible. Después suplicando desesperadamente:
¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Que me mata! ¡Que me mata!
Me puse de pie de un salto. Cogí el móvil que tenía encima del escritorio. Pensé: "Llamo a los mossos". Y pensé: "¿Cuál es el teléfono de los mossos?". Abrí la ventana, intentando averiguar cual era exactamente el piso del que provenían los gritos; pero sus voces se confundían en el tragaluz como un eco trágico de ventanas cerradas. Miraba la pantalla del móvil temblándome en las manos. Y la segunda mujer continuaba:
¡Auxilio! ¡Por favor, auxilio! ¡Auxilio!- durante eternos segundos.
Y después empezaron a oírse cada vez más lejos y luego por el hueco de la escalera. Decidí salir, calzado en unas indefensas zapatillas, con el teléfono en una mano y las llaves en la otra. Me asomé por encima de la barandilla y entonces vi a las dos mujeres en el piso inmediatamente superior: una mujer rubia de mediana edad forcejeando con una anciana de más de ochenta años que trataba de entrar al ascensor con la cara y los brazos llenos de sangre.
Subí hasta el rellano entre los dos pisos. Las tenía justo en frente de mí. Cogí aire y con una voz grave como un trueno rescatada de lo más profundo de mi tímida masculinidad, exclamé:
¿¡Qué está pasando aquí!?
Y la anciana bajó como pudo a esconderse detrás de mí. Y me dijo:
Me quiere matar.
A lo que su hija respondió:
No es verdad.
Está sangrando dije yo.
Eso se lo ha hecho ella sola...
Mirando a la anciana, poniéndole la mano en la espalda, le dije:
Venga a mi casa que vamos a llamar a la policía.
Y poco a poco, fuimos bajando los escalones a ritmo de octogenaria herida, mientras la maltratadora nos observaba a varios pasos de distancia por detrás. Siguiéndonos pero sin pronunciar palabra. Sin tocarnos, sin retenernos, sin protestar. Pero cuando la anciana entró a mi casa y cerré, golpeó con furia la puerta y masculló a su madre que no volviera nunca más.
La dejé pasar al baño a que se lavara las heridas y después la senté en el sofá. Me confirmó que era su hija, que vivían juntas y que era alcohólica. Que ya la había golpeado otras veces pero nunca de esa manera. Le dije que iba a llamar a la policía y me dio su aprobación. Busqué el número de los mossos en Internet y marqué el 088.

1 comentario:

Miriam dijo...

Esto ha pasado de verdad?? Jo, que fuerte! Enhorabuena por tu valentía. Muchas veces, nuestra calidad de seres humanos egocéntricos nos impide ayudar a los demás por miedo a vernos nosotros mismo en peligro... Besos!