Estaba tratando de estudiar inglés para mis exámenes de junio cuando empezaron los gritos. No es extraño, siendo vecino de una gran ciudad, escuchar gritos por el patio; lo que no es tan habitual es oír pedir auxilio. Eran las ocho y media de la noche del jueves y llevaba un cincuenta por ciento de errores en tests de gramática, cuando una voz ronca de mujer empezó a repetir:
—¡Iros a la mierda! ¡Me dejáis en paz! ¡Dejadme en paz! ¡Iros a la puta mierda!
Parecía hablar sola y se encontraba, sin duda, bajo los efectos del alcohol. No era la primera vez que se escuchaban gritos así. Desgraciadamente, nos acostumbramos a esa clase de cosas.
El desgarrado monólogo fue aumentando de intensidad girando sobre sus propias palabras en un bucle. Dejé el bolígrafo encima de la mesa y me crucé de brazos a escuchar. Pero el lamento no iba a ninguna parte más que hacia sí mismo. La violencia que latía en la garganta de aquella mujer iba a dejar de poder contenerse solamente en frases de un momento a otro.
De pronto, de la manera más inesperada, una segunda voz de mujer entró en escena. Primero en forma de un grito indescriptible. Después suplicando desesperadamente:
—¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Que me mata! ¡Que me mata!
Me puse de pie de un salto. Cogí el móvil que tenía encima del escritorio. Pensé: "Llamo a los mossos". Y pensé: "¿Cuál es el teléfono de los mossos?". Abrí la ventana, intentando averiguar cual era exactamente el piso del que provenían los gritos; pero sus voces se confundían en el tragaluz como un eco trágico de ventanas cerradas. Miraba la pantalla del móvil temblándome en las manos. Y la segunda mujer continuaba:
—¡Auxilio! ¡Por favor, auxilio! ¡Auxilio!- durante eternos segundos.
Y después empezaron a oírse cada vez más lejos y luego por el hueco de la escalera. Decidí salir, calzado en unas indefensas zapatillas, con el teléfono en una mano y las llaves en la otra. Me asomé por encima de la barandilla y entonces vi a las dos mujeres en el piso inmediatamente superior: una mujer rubia de mediana edad forcejeando con una anciana de más de ochenta años que trataba de entrar al ascensor con la cara y los brazos llenos de sangre.
Subí hasta el rellano entre los dos pisos. Las tenía justo en frente de mí. Cogí aire y con una voz grave como un trueno rescatada de lo más profundo de mi tímida masculinidad, exclamé:
—¿¡Qué está pasando aquí!?
Y la anciana bajó como pudo a esconderse detrás de mí. Y me dijo:
—Me quiere matar.
A lo que su hija respondió:
—No es verdad.
—Está sangrando —dije yo.
—Eso se lo ha hecho ella sola...
Mirando a la anciana, poniéndole la mano en la espalda, le dije:
—Venga a mi casa que vamos a llamar a la policía.
Y poco a poco, fuimos bajando los escalones a ritmo de octogenaria herida, mientras la maltratadora nos observaba a varios pasos de distancia por detrás. Siguiéndonos pero sin pronunciar palabra. Sin tocarnos, sin retenernos, sin protestar. Pero cuando la anciana entró a mi casa y cerré, golpeó con furia la puerta y masculló a su madre que no volviera nunca más.
La dejé pasar al baño a que se lavara las heridas y después la senté en el sofá. Me confirmó que era su hija, que vivían juntas y que era alcohólica. Que ya la había golpeado otras veces pero nunca de esa manera. Le dije que iba a llamar a la policía y me dio su aprobación. Busqué el número de los mossos en Internet y marqué el 088.
—¡Iros a la mierda! ¡Me dejáis en paz! ¡Dejadme en paz! ¡Iros a la puta mierda!
Parecía hablar sola y se encontraba, sin duda, bajo los efectos del alcohol. No era la primera vez que se escuchaban gritos así. Desgraciadamente, nos acostumbramos a esa clase de cosas.
El desgarrado monólogo fue aumentando de intensidad girando sobre sus propias palabras en un bucle. Dejé el bolígrafo encima de la mesa y me crucé de brazos a escuchar. Pero el lamento no iba a ninguna parte más que hacia sí mismo. La violencia que latía en la garganta de aquella mujer iba a dejar de poder contenerse solamente en frases de un momento a otro.
De pronto, de la manera más inesperada, una segunda voz de mujer entró en escena. Primero en forma de un grito indescriptible. Después suplicando desesperadamente:
—¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Que me mata! ¡Que me mata!
Me puse de pie de un salto. Cogí el móvil que tenía encima del escritorio. Pensé: "Llamo a los mossos". Y pensé: "¿Cuál es el teléfono de los mossos?". Abrí la ventana, intentando averiguar cual era exactamente el piso del que provenían los gritos; pero sus voces se confundían en el tragaluz como un eco trágico de ventanas cerradas. Miraba la pantalla del móvil temblándome en las manos. Y la segunda mujer continuaba:
—¡Auxilio! ¡Por favor, auxilio! ¡Auxilio!- durante eternos segundos.
Y después empezaron a oírse cada vez más lejos y luego por el hueco de la escalera. Decidí salir, calzado en unas indefensas zapatillas, con el teléfono en una mano y las llaves en la otra. Me asomé por encima de la barandilla y entonces vi a las dos mujeres en el piso inmediatamente superior: una mujer rubia de mediana edad forcejeando con una anciana de más de ochenta años que trataba de entrar al ascensor con la cara y los brazos llenos de sangre.
Subí hasta el rellano entre los dos pisos. Las tenía justo en frente de mí. Cogí aire y con una voz grave como un trueno rescatada de lo más profundo de mi tímida masculinidad, exclamé:
—¿¡Qué está pasando aquí!?
Y la anciana bajó como pudo a esconderse detrás de mí. Y me dijo:
—Me quiere matar.
A lo que su hija respondió:
—No es verdad.
—Está sangrando —dije yo.
—Eso se lo ha hecho ella sola...
Mirando a la anciana, poniéndole la mano en la espalda, le dije:
—Venga a mi casa que vamos a llamar a la policía.
Y poco a poco, fuimos bajando los escalones a ritmo de octogenaria herida, mientras la maltratadora nos observaba a varios pasos de distancia por detrás. Siguiéndonos pero sin pronunciar palabra. Sin tocarnos, sin retenernos, sin protestar. Pero cuando la anciana entró a mi casa y cerré, golpeó con furia la puerta y masculló a su madre que no volviera nunca más.
La dejé pasar al baño a que se lavara las heridas y después la senté en el sofá. Me confirmó que era su hija, que vivían juntas y que era alcohólica. Que ya la había golpeado otras veces pero nunca de esa manera. Le dije que iba a llamar a la policía y me dio su aprobación. Busqué el número de los mossos en Internet y marqué el 088.
1 comentario:
Esto ha pasado de verdad?? Jo, que fuerte! Enhorabuena por tu valentía. Muchas veces, nuestra calidad de seres humanos egocéntricos nos impide ayudar a los demás por miedo a vernos nosotros mismo en peligro... Besos!
Publicar un comentario