23 de mayo de 2012

SCHOPENHAUER Y LA OPERACIÓN BIQUINI

Ayer fui al gimnasio a correr mis treinta minutos semanales y una mujer sentada en una bicicleta estática leía un libro titulado El sentido de la vida. Durante un rato valoré la posibilidad de que fuera tan solo una cubierta de papel encontrada por casualidad en algún rincón de su casa. Pensé que quizás ese título no correspondía en realidad con su interior y que simplemente lo estaba usando para proteger un valioso cómic de Esther o Candy Candy. Pero pasados los minutos, al no poder escapar y tener que seguir observándola por estar allí corriendo (valiente paradoja), descubrí que era efectivamente un libro de filosofía.


Mientras la supuesta intelectual pedaleaba con fuerza, yo buscaba un antecedente. He visto a gente leer sobre la bicicleta estática revistas de dietética, diarios gratuitos, panfletos publicitarios o historietas de superhéroes, pero jamás un libro. De repente, aquella mujer que se lamía la punta de los dedos para pasar de página, que hacía a las palabras esquivar las gotas de sudor de su frente, me obligaba a replanteármelo todo. Una imagen sacada de contexto, como el retrete de Marcel Duchamp en medio de un museo.

¿Qué significado tiene la existencia de alguien que ocupa su tiempo libre tratando de adelgazar unos kilos antes de que el verano le pille desprevenido? Aquella mujer y su libro me escupían a la cara lo absurdo de adelgazar sólo para obtener la aprobación de los que, aburridos, a mi alrededor en la playa busquen un michelín del que burlarse. Al fin y al cabo, todos moriremos. La libertad no existe. Dios y la felicidad son mentira y todo ese rollo.

Yo quería acercarme a la chica y preguntarle qué decía el libro. ¿De qué podía tratar con un título tan pretencioso? El contenido sólo podía decepcionar. Quería decirle que si yo publicara un libro titulado El sentido de la vida, dejaría cien páginas en blanco y en la última escribiría: “Lo siento”. Quería asaltarla y explicarle que yo me licencié en filosofía y que lo más útil que aprendí fue a deletrear Schopenhauer.

Aquella mujer es de las que estarían orgullosos mis compañeros de promoción de la Universidad de Barcelona entre los que, ya en aquellos años, se gestaba el 15-M, cuando ni siquiera existía un motivo para que se gestara (o existía pero no lo sabíamos). Y puede que ella no sea consciente, pero lo que hizo ayer en el gimnasio es lo que los indignados llaman una acción simbólica, similar a lo de ir a comer sentados en el suelo frente a las oficinas de La Caixa.

En la vida sufrimos o nos aburrimos, decía Schopenhauer. Lo que ocurre es que hay muchos tipos de sufrimiento. Algunos, como el dolor existencial que me provocó la supuesta atleta metafísica, son la mar de entretenidos. Ayer, mis anodinos treinta minutos de ejercicio cardiovascular se pasaron volando. Espero volver a encontrármela la semana que viene.

17 de mayo de 2012

WHAT YOU WISH FOR

"Todos tenemos algún nombre propio al que echar la culpa" (Al Desnudo, Chuck Palahniuk)




Por la disposición de la estancia, parece más un parque zoológico que la presentación de un libro. Los organizadores de la sala de conferencias de FNAC-TRIANGLE han decidido que hay demasiada gente, así que han quitado las sillas para que quepamos todos. De esta manera es como una masa de más de cien personas de pie se amontona armada de teléfonos de última generación para fotografiar al escritor Chuck Palahniuk. 

Me han enviado a cubrir el evento y ni siquiera estoy acreditado. Es mi primera vez. Así que he tenido que hacer cola en la calle con los fans durante una hora observando sus camisetas de Star Wars, Megadeth y Juego de Tronos. "¿Qué grupo toca?", preguntaban los transeúntes. "Un escritor", contestaba yo y les veía alejarse decepcionados. Nadie espera que haya gente tan loca como para perderse un Barça-Madrid por ver hablar a un tío que escribe libros.

En el zoo de la FNAC, tienen a Chuck expuesto sobre una tarima, iluminado con dos focos. Está sentado en un sofá junto a su traductora de español, con las piernas y los brazos cruzados, acariciando un ejemplar de su nueva novela Al Desnudo. Ni siquiera presta atención a las camisetas de Kill Bill y Extremoduro, como la estrella del parque que ya ni se fija en los visitantes que la observan. Me acuerdo de Copito de Nieve. Me pregunto si algún día Palahniuk acabará cagándose en la mano y lanzando la mierda a los lectores que le pregunten de dónde saca la inspiración.

A su derecha, de pie, apoyado contra la pared, Álex de la Iglesia espera su turno. Es el encargado de presentar al animal mediático de la tarde. Eso parece hacerle feliz: “No soy digno, yo soy como vosotros. He venido aquí también para escuchar hablar a este tipo de aspecto normal al que admiro”, dice. De la Iglesia insiste en querer acercarse emocionalmente a la gente común. Hoy lo tiene más fácil que otras veces. “Ninguno de nosotros parece real. Lo único que a estas alturas nos puede parecer real es un puñetazo. ¿Alguien se atreve?”, bromea el director. Los asistentes ríen. Nadie se acerca a golpearle.

Yo estoy atrás de todo. Ni con los seguidores ni los profesionales. Tras las camisetas de Blow up y Lehendakaris Muertos, un tío absurdo con una libreta sin saber qué escribir. Ese soy yo.

Palahniuk se muestra frágil y poco extravagante. Mide una a una sus palabras mientras nos habla de la muerte y del ridículo que hacemos al negarla. Explica anécdotas sobre el actor Edward Norton y el director David Fincher: “El verdadero club de la lucha sucedió entre ellos durante el rodaje de la película”, nos cuenta. 

Percibe cada pregunta como un reto intelectual. Escribe anotaciones hasta de las más breves y se toma su tiempo para responder. Sonríe. A veces tarda tanto que tiene que reírse y pedir un segundo para pensar. Quiere ordenar sus ideas como si fuera a escribir un relato en vez de ponerse a hablar. 

“En mi obra, todo es estructura, no hay más secretos”, le confiesa a un joven escritor. Quizás ahí reside también la clave de su forma de ser. Palahniuk es alguien agradable que escribe sobre lo desagradable. Un tipo con una camisa rosa pálido que nos dice: “Los libros son mejores que las películas porque en una película no puedes poner un mono metiéndole a alguien cacahuetes por el culo”. Es un señor al que le encanta el silencio. 

Un adolescente gordito, con gafas de pasta y voz temblorosa le dice con su camiseta de Sim City que leyó su libro y creó en su colegio un club de la lucha. Son esas pausas llenas de significado las que Palahniuk disfruta más, para después responder: “Por favor, no vuelvas pegarte con nadie”.

En la firma de ejemplares, dos días después, veo que ha perdido toda su humanidad. Se ha convertido en un robot repitiendo los mismos gestos como si nunca hubiera salido de la cadena de montaje de la fábrica de contenedores de Portland. Yo he comprado dos libros: el nuevo Al desnudo, por hacer la pelota, y un ejemplar de El club de la lucha, porque el que tengo en casa está firmado por mí y no quiero hacer el ridículo. Pero al final nos dicen que sólo firmará un ejemplar por persona, así que paso del peloteo y dejo salir al fan escondido. 

Quiero darle las gracias por sus libros le digo en inglés.
Gracias a ti por la espera responde.
Eres una gran inspiración para mí.
Ten cuidado con lo que deseas me contesta sin ni siquiera mirarme.

Me devuelve el libro firmado y le doy las gracias otra vez. "Be careful what you wish for". Creo que con esa frase acaba de resumir mi vida. Aunque, probablemente, se refería a la suya.

12 de mayo de 2012

REUNIONES 2

Se sentó delante de mí, se colocó las gafas y me dijo que ya sabía que este trabajo me importaba una mierda. Mi jefe no era un tipo que dijera las cosas de una forma tan directa. Era nuestra segunda reunión en dos días. Eso podía significar que el final estaba cerca. Algunas veces lo deseaba con todas mis fuerzas. Desgraciadamente, no era así. Aquello era solo el principio.

WARNER
Aquella mañana, la señorita Amapola se despertó cinco minutos antes de que sonara el despertador. Se levantó deprisa, siguiendo escrupulosamente sus rutinas matinales. Eligió un vestido acorde con su estado de ánimo. Se puso unos pendientes a juego. Dedicó cinco minutos a ducharse, siete minutos a peinarse y diez minutos a maquillarse. La señorita Amapola se miraba al espejo y se decía: "No eres ni la sombra de lo que fuiste".
Llegó a la oficina con tiempo suficiente como para tomarse un segundo café antes de empezar a trabajar. Unos instantes más de calma antes de la tormenta. Encendió su ordenador: "Buenos días, señorita Amapola". Había llegado ese punto en el que no tenía más motivaciones en su vida que cobrar su nómina de directiva sin que sus trabajadores le causaran demasiados dolores de cabeza. Pero aquel no iba a ser lo que ella llamaría un día tranquilo. Tres segundos después de conectarse, sonó el teléfono:
Buenos días, Amapola. Buenos... por decir algo.
Era el coronel Mostaza.
¿Qué ocurre, coronel? Todavía no me he terminado el café.
Se trata de Fermín.
¿Fermín? ¿De qué me suena ese nombre?
Mi jefe sujetaba un bolígrafo en su mano derecha. Lo apretaba con fuerza. Decía: "Ahora ya no podemos permitirnos tonterías de este tipo". A su lado, la señora Celeste se ocupaba de hacer el papel de poli bueno. Pestañeaba con ternura como si mirara un niño que ha hecho una travesura. Mi jefe me acercó el ordenador portátil:
¿Qué es esto?
En la pantalla podía ver un correo electrónico de la señorita Amapola que decía: "Escucha esta llamada. No tiene desperdicio".
Escúchalo y hablamos dijo mi jefe.
Era la grabación de una conversación telefónica entre un cliente y yo. En ella, el cliente iba preguntando sobre la disponibilidad de ciertos productos. Yo respondía a todo que sí. Como cuando un sistema informático te pregunta si quieres continuar y dices que sí compulsivamente sin ni siquiera leer el mensaje. La llamada apenas duraba tres minutos.
Es obvio que no le estaba escuchando respondí.
¿Y se puede saber lo que estabas haciendo?
A mi jefe todo aquello no le hacía ninguna gracia.
Seguramente estaría ocupado tratando de acabar la faena que se nos ha ido acumulando estos días por culpa de los nuevos cambios en la programación.
Seguramente estarías hablando con alguien por el móvil.
No podemos saberlo.
Si alguna vez tienes alguna duda, puedes preguntarme a mí.
La señora Celeste trataba de apaciguar los ánimos.
No tengo ninguna duda. Ya sé en lo que me he equivocado. Pero no estaba escuchando.
Pues que sepas que era un cliente importante y cuando se ha dado cuenta de que le has informado mal, ha montado un pollo que ha llegado hasta arriba.
Pues lo siento, pero estas cosas pasan.
¡Me jode, Fermín! ¡Me jode! mi jefe diciendo palabrotas. Me jode porque eres un buen trabajador y acabamos de darte un cargo de importancia. Tienes capacidad suficiente para no cagarla nunca.
Para no equivocarte más, puedes consultarme a mí.
La señora Celeste parecía un disco rayado.
¡Y ya lo sé! Este no es el trabajo de tu vida continuó mi jefe. Seguro que tienes una vida cojonuda esperándote fuera de aquí. Pero de momento, este es tu trabajo y necesito que estés concentrado. ¿De acuerdo?
Yo dije: "De acuerdo". Y mi jefe se levantó de golpe.
Mañana empiezas con los de internacional. Espero no tener que volver a reunirme contigo en mucho tiempo dijo mientras se dirigía a la puerta.
¿Cuánto me vais a pagar?
No lo sé.
De acuerdo.
Y salió huyendo de allí seguido de la señora Celestes que aún tuvo tiempo de volver a repetirme que si tenía dudas podía preguntarle lo que quisiera.
Fue entonces cuando me di cuenta del grave error que había cometido.
Pero ya no podía volver a atrás.

Leer REUNIONES (Primera Parte)

1 de mayo de 2012

REUNIONES

"Claro que lo entiendo. Incluso un niño de cuatro años podría entenderlo. ¡Que me traigan un niño de cuatro años!" (Groucho Marx, Sopa de Ganso)


WARNER
Llegué con diez minutos de antelación. Mi jefe prácticamente me lo había suplicado:
Por favor, Fermín, es importante. 
Llegaré puntual.
Pero, puntual. Nada de cinco minutos tarde.
Lo intentaré.
Hacía tiempo que no le veía tan nervioso. Eso de reunirse con los directivos de la empresa no le sentaba bien. 
Aquella tarde no tuve tiempo de hacer la siesta. Me lavé la cara con violencia. Me cepillé los dientes. Me cambié de pantalones y me puse un sudadera discreta. Para asegurarme de no quedar mal con mi jefe, salí de casa veinte minutos antes de lo previsto.
De esta manera fue como llegué con diez minutos de antelación y tuve que esperar a los directivos durante media hora. 
La diferencia entre un directivo y un trabajador es que si un trabajador llega tarde es porque es un irresponsable; si un directivo llega tarde es porque tiene mucho trabajo.
Lo siento, hemos estado hasta arriba de trabajo esta mañana -se disculpó el coronel Mostaza. Era un tipo obeso, de los que no se quitan la americana para no mostrar sus cercos de sudor transpirando bajo las mangas de su camisa. Uno de esos ejecutivos que se desabrochan cuatro botones y no les importa mostrar el pelo de su pecho asomando porque creen que son lo bastante hombres y no hacen el ridículo.
Muy bien, Fermín. Así que tú dominas el inglis pitinglis...
La diferencia entre un trabajador y un directivo es que cuando el directivo hace bromas imbéciles, el trabajador sonríe. 
A little bit respondí.
Mi jefe no paraba de moverse. No sabía donde ponerse. La señorita Blanco y la señorita Amapola ya habían tomado asiento. Faltaban sillas en aquella sala de reuniones ridícula.
¿Queréis tomar algo? ¿Un refresco, un café?
Para mí, un café solicitó el coronel Mostaza sin levantar la vista de sus papeles.
La señorita Blanco no quiso nada. El Profesor Plum, entrando en ese instante, pidió un vaso de agua.
Sí, mejor trae una botella grande dijo la señorita Amapola.
Yo sentí la tentación de pedir un café con leche sólo para ver cómo mi jefe me lo servía.
Sólo para que, por una vez, me trajera un café con leche alguien que no fuera un camarero.
Pero no dije nada y nadie me preguntó.
Una vez todo el mundo tuvo una silla donde sentarse y su trago solicitado, empezaron a explicarme en qué consistiría mi nueva tarea. Se trataba de responder emails de nuestros clientes de Australia y Estados Unidos. Parecía sencillo, pero la explicación duró casi dos horas.
La señorita Amapola necesitaba que habláramos mirando hacia ella para que pudiera leernos los labios. Yo no entendía nada porque había hablado con ella muchas veces por teléfono.
Así que el coronel iba proyectando diferentes ejemplos de mensajes:
Mira, aquí tienes un cliente que pregunta cuándo tendrá su pedido. ¿Ves? Y esto es un cliente que hace un pedido nuevo. Y ahora otro mensaje igual que el primero.
Mientras, yo no podía dejar de pensar: ¿La señorita Amapola es sorda? ¿Desde cuándo? ¿Piensan decirme lo que van a pagarme? ¿Cómo he acabado yo aquí?
La señorita Blanco era la única en la sala que también hablaba inglés, pero era demasiado importante como para perder su valioso tiempo respondiendo emails. Llevaba falda negra y gafas de pasta.
Disculpe, coronel Mostaza, pero se está equivocando. Este cliente no hace una reclamación, lo que solicita es duplicar un pedido -dijo tocándose el pelo.
Sí, eso he dicho contestaba el orgullo dolido del coronel.
¿Puedes repetir eso último mirándome? insistía la presunta sorda.
Mientras, el profesor Plum, experto de nuestro laboratorio, entraba y salía de la reunión hablando por su teléfono móvil. Era un tipo pálido y delgado que amaba su trabajo. Probablemente fuera lo único en su vida que valiera la pena amar. La función de mi jefe era apretar un botón para que avanzara el powerpoint
De pronto, hubo un momento en que terminaron. Llevaban una hora repitiendo lo mismo así que podría  haber durado eternamente. Mis dudas seguían sin responderse. ¿Cómo una sorda puede trabajar atendiendo el teléfono? ¿Valía la pena toda aquella mierda solo por llevarme unos euros extra a final de mes?
¿Lo has entendido?
el coronel mostaza se rascaba su escote velludo. Se creía un tipo elegante.
Sí.
¿Tienes alguna pregunta?
No.
Perdona, ¿puedes repetir eso último mirándome?
No.
Mi jefe me dijo: Puedes irte.
No tenía ni idea de lo que tenía que hacer ni de cuándo empezaba, pero pensé que ya lo aprendería sobre la marcha. Como siempre. Salí de la oficina despacio. Los directivos sonreían como si se hubieran quitado de encima un marrón engorroso. Pensaban que nunca más volverían a saber de mí. Pero al día siguiente, la señorita Amapola llamó a mi jefe y le dijo:
Tenemos que hablar de Fermín.