30 de diciembre de 2012

VIVISECCIÓN

Me pregunto a qué viene
ese entusiasmo inusitado
de decirme que me quieres
si es mentira.
Para no ser tonto
ni estar loco del todo
me sorprende hasta qué punto
eres capaz de digerir
tus propias falacias.

Hazte un favor, despréciame un rato.
Toma conciencia de ti mismo.
Regálate un paseo expeditivo
por la ambigüedad de tus entrañas.
Analiza tus muestras de cariño,
tus gestos, tus anhelos,
tu demanda, tu ambición,
tus intereses.
Abre en canal la mariposa
de esta historia de amor inventada
que nunca me has prestado.
Disecciona sus vísceras, su purpurina.
Exclúyete un momento
de ciertas regiones de tu propio ser
y piénsalo con calma.

No es cierto que me quieras.
Tú te amas, amándome, a ti mismo
y ni siquiera eres capaz
de apreciar la diferencia.

24 de diciembre de 2012

ENGLAND: Capítulo final

"El que está acostumbrado a viajar, sabe que siempre es necesario partir algún día" (Paulo Coelho)

MULA
1. Tenía, como siempre, asiento de ventanilla. Me gusta ver cómo queda atrás el suelo del que huyo.  Era el final de un viaje demasiado largo. Yo era consciente de eso y también mi espalda y la desconocida mujer sentada a mi lado que decidió no darme conversación. Los inusitados días de sol en Inglaterra seguían llevando la contraria a mi pose melancólica. Definitivamente, aquel cielo azul había estropeado emocionalmente mi aventura. Quizás por eso, al cerrar los ojos en aquel duro asiento, soñé que saltaba por encima de las nubes con mis Converse negras, como botando entre camas elásticas de cirros y estratos. Saltaba y me reía como un loco sin un lugar concreto hacia dónde dirigirme. De repente, un beefeater con su uniforme de guardia ceremonial inglés me detenía. 
—¿Dónde cree que va? —me dijo en el idioma indefinido de los sueños.
—Pues a casa —respondí juguetón.
Al guardia, aquella respuesta, no le pareció convincente. Sacó un bloc de su bolsillo y escribió en la primera hoja una número de seis cifras. Me multó.
—Oiga, pero, ¿por qué me multa? —quise saber.
—Porque no ha aprendido usted nada en este viaje.

2. Me desperté muy despacio, con el corazón latiendo a su ritmo habitual, sin sentir frío ni calor. El avión todavía no había despegado. No sé a vosotros pero a mí siempre se me hace más largo el despegue que el resto del viaje. Por suerte, todavía me quedaba paciencia. Era la primera vez que conseguía volar con Ryanair sin tener que pagar por algún imprevisto. Facturé por internet una única maleta de 20 kg. Teniendo en cuenta todo lo que me había comprado, era un peso razonable. Quiero decir que pagué lo que tenía que pagar por adelantado y así no me tocaron las pelotas. 
La mujer sentada a mi lado se estaba hidratando los labios con una barra de cacao. Era morena de piel y cabello. «Qué fea es», pensé. Quizás no lo era. Pero en aquel momento, en aquel avión, todos me parecían feos. Muy feos. Con su ropa normal y sus melenas oscuras. Pocos rubios naturales. Gente hablando en castellano o en catalán. 
No tenía mucha hambre. La noche anterior me había empachado comiendo nachos y bebiendo cerveza con los padres de María. Me emborraché porque antes habíamos estado bebiendo en un lugar llamado The Intrepid Fox en Tottenham Court Road. Es un local con música heavy, poca luz y gente vestida de negro. Uno de esos bares en que no te preocupa si se te cae la cerveza al suelo. Ni el suelo ni la cerveza son lo bastante valiosos.
Así que conocí a los padres de María bebido y no quise hablar demasiado para no cagarla. Los temas eran peligrosos, por ejemplo: Jimmy Savile, la crisis o la independencia de Catalunya. Lo mejor era optar por el silencio. Reprimí los eructos y me mantuve callado, así no les causé mala impresión (aunque buena tampoco).
—¿Y tú no has pensado en venir a vivir a Londres? —me preguntaron.
—No —dije. Aunque la verdad era que sí.
—¿Por qué? 
—No lo sé. Simplemente, no lo he pensado.

3. Una vez en el aire, ya no podía dormir. Las azafatas de Ryanair trataban de venderme artículos absurdos a cada rato: perfume, revistas de decoración, caramelos de menta, billetes de tren, un bocadillo de pollo... Yo solo quería que pusieran una película de dibujos aunque sabía que no lo iban a hacer. Algo inofensivo de Warner o Walt Disney. No como el corto que vi en la Tate Modern en el que la sombra china de un negro era sodomizada por la silueta de Abraham Lincoln y después se chupaban la polla. Arte contemporáneo, ya sabéis. Quería una excusa para llorar. Cualquier excusa. Yo no sé llorar por mi propia tristeza, necesito un motivo externo. Cualquiera vale. Por ejemplo, dibujos que me recuerden a mi infancia. Entonces, lloro por los dibujos, no por mí. 
Dos días antes de montar en ese avión, había llorado viendo el musical de El rey león. Estaba yo solo en aquella platea llena de niños que se reían. Y yo llorando durante la canción I just can't wait to be king porque era mi parte favorita de la película cuando era pequeño. 
Llamé a la azafata. Nunca compro cosas en los aviones, ni siquiera comida. Pero estaba muy aburrido. Le dije:
—¿Podría tomar una café con leche, por favor?
—Por supuesto —dijo la azafata—. ¿Desea alguna cosa más?
Era miércoles, el día que más odio de la semana.
—Pues sí, pero no creo que pueda ayudarme.
—¿Qué desea? —insistió.
—Deseo ser inglés.
La azafata se rió, pensó que estaba bromeando, y me trajo el café con leche. Era muy malo, como esperaba. Pero estaba caliente y me mantuvo distraído un rato hasta que el capitán anunció que estábamos a punto de aterrizar en Barcelona.

16 de diciembre de 2012

ENGLAND: Stratford

"We'll meet again, don't know where, don't know when. But we'll meet again, some sunny day" (Vera Lynn, We'll Meet Again)

MULA
1. María no tenía agua caliente en casa. Se había estropeado la caldera. Así que el primer día no me duché. El segundo, me sentía un poco sucio y traté de hacerlo con agua fría. Juro por Dios que canté entero el primer acto de La Traviata antes del segundo enjabonado. Me quedó muy bien, especialmente las notas más altas. El tercer día, María me dijo:
—No sufras más. Ve a ducharte a casa de Raquel
En Londres el agua caliente es tan imprescindible para vivir como la calefacción o tener una kettle en la cocina. Así que dije: «De acuerdo».
Sonaba sensato.
Raquel vivía en Stratford, un barrio trabajador con muchos vecinos negros. Yo lo conocía bien porque era el mismo barrio en el que habíamos vivido juntos hacía ya cinco años. Recuerdo que Ed no quería venir a visitarnos porque decía que estaba demasiado lejos y era demasiado peligroso y marginal. Ed vivía en South Kensington, de manera que casi cualquier barrio le parecía lejano y marginal. Menos South Kensington. 

2. Bajé del metro empapado de cierta nostalgia, agarrando en el interior de mi bolsillo mi cámara de fotos de cinco megapíxeles. Había pasado un lustro y yo había cambiado mucho, aunque aún no había aprendido a caminar sin pisarme el bajo de los pantalones. Me monté en la escalera mecánica que llevaba al exterior y fue entonces cuando me di cuenta: la estación era ahora el doble de grande.
Aquel era el otoño después de las Olimpiadas. Stratford era una de las estaciones más cercanas al nuevo estadio y a las residencias donde se habían alojado los atletas. Por eso, todo estaba remodelado. Salí al exterior, hacía sol. Incluso calor, creo recordar. Puede que esté exagerando. Las casas eran nuevas y resplandecientes. Las nubes se reflejaban en sus cristales. Habían construido un enorme centro comercial justo allí delante donde no recuerdo que hubiera más que vías de tren. Raquel me estaba esperando, pero no pude evitar pasarme a curiosear. 
Seguí la marea de gente. Aunque era miércoles, todo el mundo parecía dirigirse al mismo sitio. Subí a otras escaleras mecánicas que conducían hasta un puente con dos muros de vidrio a los lados. Al fondo, dos o tres grandes edificios me daban la bienvenida junto a un cartel que decía: Westfield. Me sentía como Dorothy entrando a Ciudad Esmeralda, aunque no tenía nadie con quien compartirlo. Me acerqué a las puertas automáticas sintiendo el corazón detrás de las orejas. Se abrieron con normalidad. No tuve que hacer de Jedi como me pasa en otros centros comerciales.
Una vez dentro, todo me pareció más convencional. Las típicas tiendas. La típica gente. Eso sí, mucha elegancia. Es algo que tiene Londres de por sí. Yo sentía un poco de vergüenza con mi chaqueta de plumas y una mochila que compré Bournemouth  para llevar, en este caso, ropa interior y un bote de champú. Estuve un rato paseando. Entré en Primark. Compré dos camisas y una corbata roja. Cogí  en una tienda de trajes un application form donde me preguntaban de qué raza era, aunque  —decían no era obligatorio que contestara. Las opciones eran:
«Bangladeshi, Indian, Pakistani, Black African, Black Caribbean, White and Black African, White and Black Caribbean, White and Asian, White British, White Irish or White Other».
María me explicó que era para proteger a las minorías, aunque a mí seguía pareciendo racista. 

3. Salí de Westfield por la misma puerta por la que había entrado. Me acerqué a un mapa para ver la manera más rápida de llegar a casa de Raquel. Era todo recto.
Aquellas calles estaban llenas de recuerdos. La mayoría de ellos, de mí caminando medio dormido de vuelta a casa después de trabajar toda la noche. Conforme me alejaba del centro comercial, el barrio cada vez se parecía más a cómo yo lo recordaba. Una mujer con un cochecito de bebé discutiendo a gritos con un hombre que la cogía del brazo. Una pareja de abuelos circulando en esa especie de moto para gente mayor, uno al lado del otro. Un joven musculoso haciendo flexiones sin camiseta en una barandilla en el jardín de su casa. 
Pasé delante de un colegio exclusivo para niñas musulmanas donde un hombre de chaqueta gris me entregó un panfleto que decía: «Fighting against racism in south east London». Era como Hospitalet pero mucho más sofisticado.
Después me perdí. Di unas cuantas vueltas a la manzana. La orientación no es uno de mis puntos fuertes. Giré a la derecha y después a la izquierda. Caminé durante diez minutos, hasta encontrarme de frente con dos casas blancas idénticas. Tenía que ser una de esas. Me acerqué a la puerta de la casa de la izquierda. Dudé si picar al timbre. Me asomé a la ventana y ahí estaba Raquel en su ordenador. Me saludó y salió a abrirme.
—¿Qué te ha pasado? —me preguntó.
—¿A mí? Nada. ¿Por qué?
—Has tardado dos horas en llegar.
El tiempo pasa deprisa cuando estás de vacaciones.

7 de diciembre de 2012

ENGLAND: Exeter

"Speed, it seems to me, provides the one genuinely modern pleasure" (Aldous Huxley)


MULA
Entendí que decía «sushi», del resto no entendí nada excepto la otra palabra fácil: «bingo». Así que imaginé que íbamos a un restaurante japonés en el que jugaríamos al bingo durante la cena. «¿Qué coño les pasa en este país con el bingo?», pensé. Josh caminaba deprisa a todas partes. Yo seguía de vacaciones y me costaba aceptar su urgencia, pero no tenía otro remedio que andar a su ritmo. Salimos de su casa treinta minutos antes de la hora acordada. Vivía en un piso de estudiantes limpio y lujoso, en consonancia al nivel de vida de un alumno inglés de la Universidad de Exeter. Pasamos por un callejón estrecho. «Es un atajo», me dijo. Se puede visitar Exeter entero en menos de una hora y nosotros solo íbamos al otro lado de las vías de tren. Cruzamos por un puente. Josh me estiró del brazo para girar bruscamente por un siniestro camino de tierra por detrás de la estación. «This way». Eran las ocho de la noche y había algo de niebla.
—¿Sabes que en las dos últimas semanas dos chicas han sido violadas por aquí cerca?
Josh solía mezclar inglés con español cuando hablaba conmigo porque si no le entendía, no tenía la paciencia suficiente como para tener que repetirlo.
—Really?
—Yes. Two guys have been arrested.
Josh había sido mi profesor de inglés. También había estudiado filosofía. Hacía tanto de eso que ya ninguno de los dos podía recordarlo. En ese momento, Josh estudiaba business y tenía la estantería llena de libros sobre cómo triunfar en los negocios. 
—Es por eso que no dejo a mis amigas salir solas de casa —cambiaba Josh otra vez al castellano.
Yo estaba cagado de miedo, atravesando aquel pequeño bosque oscuro por ese camino de tierra. Me sentía estúpido. ¿Qué podía pasarnos? ¿Que alguien intentase violarnos?
Josh saltaba de un tema a otro y si no podía seguirlo, decía: «Da igual» y se pasaba un rato en silencio. Era una montaña rusa emocional. Un inglés caído de pequeño en una marmita de café expreso. En su celeridad, me recordaba a mi jefa de prácticas del periódico que dijo de mí una vez:
—Es muy bueno en lo que hace pero habla demasiado lento.
Me lo tomé como un cumplido. Al fin y al cabo, ¿qué importa lo lento que hable mientras escriba deprisa? Mi hermana mayor habla todavía más lento que yo. Ella fue la que me enseñó.
Llegamos los primeros a la puerta del restaurante japonés. Estaba cerrado. Mientras venían los amigos de Josh nos dedicamos a buscar un sitio en el que pudiéramos cenar. 
—¿Y qué pasa con el bingo? —dije.
—Iremos después —contestó Josh.
—¡Ah! Yo pensé que sería en el mismo sitio.
—¿Cómo va a ser en el mismo sitio? —se reía—. ¿Es que no me entendiste bien?
—No, lo siento. Nunca tuve buenos profesores.
Curiosamente, a Josh le encantaban ese tipo de comentarios mezquinos. A mí me salían a veces pero con más pena que gracia. Me lo quedé mirando un instante. Lo sentía lejos. Tenía las manos en los bolsillos. Salía vapor de nuestras bocas por el frío.
Los amigos de Josh llegaron en seguida y fuimos a una hamburguesería de allí cerca. Celebré que no fueran un par de chavales de veinte años. Se trataba de un chico y una chica que trabajaban en las oficinas de la universidad. Pasamos gran parte de la cena hablando del furry, una especie de perversión en la que la gente se disfraza de animales y tienen citas sexuales.
—What animal would you choose to be?
—I'd like to be a doe —dije.
—Really? So, you'd like to be a female?
—Eh... Yes, why not? —continué.
Y se hizo un silencio extraño. No era mi noche. Ser gracioso en otro idioma es algo que solo está al alcance de unos pocos.
Después estuvimos hablando de la crisis, de mis obras de teatro, de periodismo y de Londres y de España. Y después fuimos al bingo. Era el salón de juego más grande que había visto nunca. Nos sentamos por el centro. Una especie de azafata nos vendió unos cartones y nos entregó un rotulador a cada uno. Había bastante gente mayor. Nos explicó que se jugaba con cinco cartones a la vez y que contenían todos los números repartidos entre ellos. De esta forma, cada número que salía tenías que encontrarlo y tacharlo, hasta hacer línea en alguno de ellos y luego bingo. Fue terrible. Por suerte, me estuvo ayudando porque no di pie con bola. Una chica de nuestra mesa ganó una línea. Eso fue lo más destacable de la noche. En menos de media hora estábamos fuera.
De vuelta a casa, volvimos a pasar por el camino tenebroso que rodeaba la estación. Había tomado un par de copas y ya no me daba tanto miedo. Le dije a Josh:
—Has hablado muy bien de mí a tus amigos durante la cena. 
—Lo que dije es verdad. Me gustó mucho tu obra de teatro.
—Gracias. Es solo que... bueno, me gustó oírte.
Josh caminaba con prisa como siempre. No teníamos nada de sueño.
—Sonaba muy aburrido lo que decías de ti mismo —dijo de pronto—. Deberías venderte mejor.
—¿Venderme? ¿Por qué? Eran unos amigos tuyos, no una entrevista de trabajo.
—Hay que hacer un esfuerzo por gustar a la gente.
Josh no me miraba cuando hablaba. Yo hacía un rato que también había dejado de mirarle.
—No me lo he pasado bien en el bingo.
Josh saltaba de un tema a otro. 
—¿Por qué no? —pregunté.
En ese momento, Josh volvió a mirarme.
—Los números salían muy deprisa. Todo era demasiado rápido como para poder disfrutarlo.
Era mi última noche en Exeter. 
Él no lo sabía, pero sentí esa frase suya como un triunfo personal. 
Decidí no añadir nada y Josh tampoco habló más.
Caminamos hasta casa con las manos en los bolsillos. En silencio. Hacía frío. 

ENGLAND:
Oh, Ryanair, I hate you
Camden Town
Flirt
A house in Bournemouth
The Triangle
Gay Bingo
Stratford
Capítulo final