29 de diciembre de 2009

NO SOMOS TRUMAN

"¡Socorro! ¡Estoy siendo espontáneo!" (Jim Carrey, El Show de Truman)

PARAMOUNT
Ayer dieron El Show de Truman en laSexta. Me gustan mucho las películas que pone laSexta. Eso no dice mucho en favor del cine actual. En laSexta dan pelis de los ochenta y de los noventa que se supone que ya no quieren las otras cadenas de televisión. Pero a mí me encantan. Me gustan más que los grandes estrenos de pelis de ahora que ponen las emisoras ricas. Será una cuestión de nostalgia, no sé.
Yo no suelo hablar de cine aquí en Nihilantropía. Principalmente porque cuando veo las películas de moda, ya están pasadas de moda. "¿Y a quién le importa lo que opine yo de una película?", pienso. Belén Esteban, icono posmoderno, dice que ella no es periodista, es colaboradora; que su trabajo es opinar. No le falta razón. Al menos ella lo tiene claro. Cada vez hay menos periodistas y más opinadores. Y la sobresaturación de opiniones llega tan lejos que ya no se distinguen unos de otros y no sabes qué han estudiado (o si han estudiado algo) los que escriben en prensa, hablan en las tertulias de radio y televisión o tienen blogs de internet. En resumen, que yo tengo opinión pero no opino porque ya lo hacen otros por mí. Y mucho.
Sin embargo, hoy les cuento que me encanta El Show de Truman. Me excita contradecirme. Hoy que no entiendo el Hollywood actual con sus revoluciones visuales. Hoy que triunfan las tres dimensiones de Avatar y esa moda de hacer que los actores reales se parezcan cada vez más a dibujos animados. No sé ustedes, pero yo prefiero el rostro de un actor de verdad sin retoques digitales aunque no se salga de la pantalla. Y los buenos diálogos. Las buenas historias. Aunque hayan dejado de ser rentables.
Truman acepta el mundo tal y como se lo han presentado. Así las nuevas generaciones aceptan el cine actual tal y como es por mucho que yo me queje. Los adolescentes corren como locos a ver Crepúsculo a los cines mientras yo frente al espejo del baño imagino que una cámara no pierde detalle de mis lamentos. Vivo jugando y sueño que miles de teleobjetivos me observan. Que soy el centro del mundo y que millones de personas al otro lado están pendientes de todo lo que hago y me quieren, me siguen y les importo.
Lo mejor de Truman es que todos nos identificamos con él. Sus ilusiones, sus frustraciones, su optimismo, sus traumas, su tristeza. Sufrimos igual que Truman aunque, de alguna manera, lo tengamos todo. Vivimos la vida que otros han planeado por nosotros. Reaccionamos como se espera que reaccionemos. Somos patrones de comportamiento. Somos conductas prefabricadas. Somos vidas diseñadas por expertos. Somos previsibles.
Truman sufre porque es incapaz de llevar a cabo sus decisiones, todo aquello que se propone. Siempre hay algo que le impide salirse de su monótona vida perfecta. Pero un día, descubre que todo lo que le rodea es mentira y hay un mundo más allá del plató del que nunca ha salido.
Ese es Truman. Pero nosotros, por más que queramos, no somos Truman. Nuestras vidas son lo que son; son vidas reales y no hay nadie mirando al otro lado del espejo. No hay nadie con nosotros cuando estamos solos. Nadie al otro lado. Es así. Por eso me gusta El Show de Truman. No sé ustedes pero yo más de una vez hubiera querido que todo fuera mentira. Coger un barco y navegar hasta los límites del plató. Subir la escalera, abrir la puerta y salir al mundo verdadero en el que la libertad es posible a empezar de nuevo.
Y por si no nos vemos luego... Buenos días, buenas tardes y buenas noches.

22 de diciembre de 2009

DESPERTARES

"Sus ojos, de tanto mirar entre las rejas, están tan cansados que ya no pueden ver otra cosa. Para él, es como si hubiera mil rejas y tras esas mil rejas no existiera el mundo" (Robin Williams, Despertares)

NEW LINE
Suena el despertador. Lo golpeo. Se apaga. No importa la melodía que elijas: duele. Por mucho que puedas pagar, nadie inventará para ti un despertador agradable. Me levanto en la oscuridad de las nueve de la mañana. Me tropiezo con una zapatilla. Me resbalo con un calzoncillo. Tengo más ropa en el suelo que en el armario. Media hora más tarde, salgo a la calle. Llueve y la gente se golpea con los paraguas al cruzarse. Es Navidad. Buenos días, Barcelona.
Media hora más tarde, me siento frente a uno de los ordenadores de mi empresa. Abro el SAP, el Mygest, el RightFax y el Outlook Express. Aprendo cosas que nunca van a servirme para nada. Me coloco el auricular y abro el teléfono en pantalla. Una voz por detrás de mí, en tono de supervisor al que han programado para no expresar las emociones, me dice:
No te pongas aquí. Pregúntale a tu coordinadora dónde te sientas hoy.
Hago lo propio y mi coordinadora elige un lugar para mí claramente al azar y sin darle ninguna importancia. Me siento. Abro el SAP, el Myges, el RightFax, el Outlook Express y el teléfono en pantalla. Respondo un par de llamadas con desinterés. La voz aséptica del coordinador programado para dar órdenes desde una amable frialdad ataca de nuevo:
Si no te importa, mejor no te sientes aquí. Es que necesitamos este ordenador.
Ya, pero es que mi coordinadora me ha dicho que me ponga aquí.
Ya, pero es que yo soy tu supervisor y te digo que te cambies.
Ya, pero es que tú me has dicho que le pregunte a ella.
Da igual. Ahora cámbiate.
Saco un detonador del bolsillo interno de mi americana con un enorme botón rojo y cuatro luces. Aprieto el botón y hago explotar el edificio entero.

Suena el despertador. Lo golpeo. ¿Estoy despierto? Me incorporo. Cojo ropa del suelo. La huelo. Me visto. Me lavo la cara con violencia. Observo al tipo que me observa desde el otro lado del espejo.
Una hora más tarde, estoy respondiendo llamadas de clientes muy nerviosos. Es la semana de Navidad. Quieren que sus pedidos lleguen antes de Nochebuena. No les importa que haya un temporal de nieve en toda España. No les parece razonable. Tratan de discutir conmigo. Oigo de fondo a los niños de San Ildefonso. Quieren tener a sus clientes contentos, más allá de las posibilidades reales del negocio y quieren cenar con sus familias en Nochebuena y quieren ganar la lotería. Yo también quiero. Pero no he comprado ningún boleto.
Me levanto un momento de mi posición. El aliento rancio de mi supervisor susurra:
Cuando te levantes, recuerda ponerte en "trabajo administrativo". Y no les digas a los clientes "hasta luego".
Estoy desnudo en medio de la oficina. Todos me observan. No sé dónde esconderme.

Suena el despertador. Dos horas después, estoy en la oficina. Nos han cortado internet. No quieren que entremos a internet. Quieren que cojamos llamadas. Pero si no hay llamadas, no quieren que hagamos nada. Sólo estar ahí y esperar a que entren más llamadas. Por eso nos han cortado internet.
Bajo al segundo piso. Me han dicho que al final nos van a dar un lote. La recepcionista pregunta mi nombre. Busca en una lista para saber si me corresponde lote bueno o lote malo. Me da una caja con tres vinos de baja calidad. Le digo:
Prefiero que me lo deis prorrateado. Como las pagas. Un vaso de vino al mes.
Salgo al pasillo. Llamo al ascensor. Se abren las puertas. Entro, pero no hay ascensor. Caigo por el hueco. Grito desesperadamente. Caigo. Caigo. Caigo. No tiene fondo.

Suena el despertador. Lo golpeo. ¿Qué día es hoy?

16 de diciembre de 2009

ALUCINACIONES

Dedicado a Ally McBeal.

COLUMBIA

Cada mañana es lo mismo, vivo en la era glacial. Suena el despertador y todo mi cuerpo mantiene el calor bajo el nórdico excepto mi rostro congelado y los dedos que sobresalen tímidamente al frío exterior. Me salen de los orificios nasales dos estalactitas de hielo y un pingüino me saluda desde mi escritorio justo enfrente de mí. Tras quince o veinte minutos sin moverme, salgo de la cama de un salto y a cámara rápida cojo ropa del armario, voy al baño, me encierro y enciendo una diminuta estufa eléctrica. Un monito de tamaño de persona trata de sacar la escarcha del espejo con un cepillo de dientes. Unas ratitas nadan en el bidé. Me desnudo a cámara rápida, me ducho, me seco, me visto, me voy.
Cojo el metro y tengo tanto frío que no me desabrocho la chaqueta. A mi lado, Frank Sinatra vestido de marinero canta baladas navideñas. A la hora en que yo voy a trabajar ya no reparten diarios gratuitos. Eso es algo de lo que no me siento orgulloso. Todavía no he expulsado la piedra, pero el viernes pedí el alta. Estando de baja sólo cobro el 70% de mi sueldo. Me duele, pero menos. Así que voy a trabajar y sentado delante de mí, un triste abre y cierra la boca como un pez debajo del agua.
Entro a la oficina. Me dirijo a la mesa de mi supervisor. Me dice: "Hola". Le entrego el alta. Es Stay Puft, el hombre de malvavisco de Los Cazafantasmas. No me pregunta cómo estoy. Me dice que me siente a trabajar, que ya se la entregaré luego. Voy a mi puesto de trabajo que en realidad nunca es el mismo. Debajo de mi mesa hay un niño jugando con playmobils. Me siento. A mi izquierda, Mickey Mouse. A mi derecha, Jane Austen. Empiezo a coger llamadas una detrás de otra a cámara lenta. Paso faxes. Tomo nota de reclamaciones. Envio e-mails. El niño me estira del bajo del pantalón para que juegue con él. Llamo a clientes. Apunto cosas en pósits. Puedo ver al triste mirándome sentado enfrente de mí, detrás del ordenador. Mickey Mouse me explica que una coordinadora se enrolló con dos tíos diferentes en la cena de empresa la semana pasada. Y que me lo he perdido.
Tiembla el suelo. Se acerca Stay Puft. Me dice: "¿Tú no tenías que darme el alta?". Le doy un puñetazo en la panza y explota llenando toda la oficina de malvavisco. Jane Austen me dice que pensaban que me habían despedido. Nadie les decía nada de mí y la semana pasada despidieron a un chico. Querían obligar a los de jornada completa a trasladarse a trabajar a Sant Cugat, así que este chico se informó y descubrió que, según convenio, estaban obligados a pagarles desplazamiento y dietas. Se lo dijo a todos los compañeros por e-mail. Al día siguiente, a la calle por "bajo rendimiento". Tiembla el suelo. Stay Puft se acerca regenerado. Es inmortal. Me dice que al final del día le mande un e-mail comunicándole la cantidad de e-mails que he enviado hoy. Le digo que no me acuerdo. Me dice: "Tendrías que acordarte". Le arranco la cabeza y la chuto por la ventana.
Termino mi turno. Recojo mis cosas a cámara rápida, me pongo la chaqueta, la bufanda, salgo del edificio. Por la calle, Frank Sinatra me persigue cantando villancicos en inglés acelerados. El monito se cruza delante de mí y sube a un árbol. Me llaman al móvil:
Hola. Te llamo de la mútua del trabajo. Era para saber cuándo te darán el alta y volverás al trabajo.
No entiendo nada.
Pues ya he vuelto. A no ser que no me haya despertado todavía.
Let it snow, let it snow, let it snow...

7 de diciembre de 2009

YO QUE CALLO

"Yo que callo, piedras apaño" (Dicho popular)

WARNER
Son las ocho de la mañana y en la sala de espera del ambulatorio sólo estamos una anciana con cara de susto, un gordo con su pantalón de chándal manchado de pintura y su madre y yo. Es lunes, puente para muchos. Yo tengo cita para una analítica de sangre y orina. Llevo una semana de baja por piedras en el riñón. Sí, ya tuve piedras en el riñón. Y sí, sigo teniendo. Y sí, bebo mucha agua, gracias por preocuparos.
Entro a la consulta. Como no hay mucha gente, tengo tres enfermeras para mí. Pero en vez de atenderme más, lo que hacen es dedicarse a hacerse bromas entre ellas y yo no existo. Una vez que me sacaron sangre, me desmayé. Lo recuerdo. Tenía ocho años. La enfermera me pincha y dice:
¡Qué raro es pinchar sentada!
Yo miro una mancha que hay en la consulta donde se junta la pared con el techo. La enfermera me pregunta si me mareo y le digo que no. Su enfermera amiga comenta:
Pues te has puesto completamente blanco.
Gracias, eso ayuda mucho. Noto la sangre salir. Es como si me vaciaran entero. Como ser una bañera llena de la que alguien quita el tapón. Empiezan a silbarme los oídos y unas manchas azules adornan mi visión.
La otra enfermera amiga dice:
Pero si tú eres un hombre grandote. Al final a los más grandotes es a quien les pasan estas cosas.
¿Hombre grandote? ¿Yo? Yo soy un niño. Tengo ocho años. Quiero a mi mamá.
La enfermera termina de sacarme sangre. Me dice que tendré los resultados dentro de diez días. Me pone un algodón con una tirita y se me queda mirando en silencio. Las tres enfermeras amigas me miran fijamente.
¿Me puedes dar un algodón con un poco de alcohol para olerlo? le pido.
En realidad quiero una piruleta.
Cuando eres un hombre, se te suponen por prejuicio toda una serie de cosas con las que tienes que cargar toda la vida. Que eres fuerte. Que eres valiente. Que no necesitas expresar tus sentimientos. Que no sabes escuchar. Que no lloras, ya que "los hombres no lloran". Y otras cosas menos importantes como que sólo piensas en el fútbol y en follar, que no sabes cocinar, que eres un guarro o que no puedes hacer dos cosas a la vez.
Mi bisabuelo Juan fue un gran hombre al que nunca vieron llorar y murió porque una piedra del tamaño de una pelota de golf le taponó la vejiga. Mi abuelo Simón, que no era hijo de Juan sino yerno, no tuvo nunca piedras en el riñón y murió joven pero por otra clase de excesos. Mi padre Juan, nieto directo de Juan, bautizado así en su honor tras la muerte del primero, ha generado muchas piedras en sus riñones a lo largo de los años. Sin embargo, tampoco se le ha visto llorar hasta la fecha.
Y aquí estoy yo: Iván/Juan, hijo de Juan, bisnieto de Juan; yo que no lloro aunque lo intento y con mis juanescas piedras de riñón. Los médicos dicen que es predisposición genética. Sin embargo, mi hermano Simón, nieto de Simón, nunca ha tenido piedras. Con todos mis respetos a los médicos, yo a esto lo llamo "fidelidad al árbol genealógico". En mi familia, como en muchas otras, durante mucho tiempo, a los hombres no se nos ha permitido llorar. Y ese llanto reprimido, al menos yo lo entiendo así, se ha enquistado en piedras de tristeza.
Recuerdo que mi padre también se mareaba cuando le sacaban sangre. Y que también se callaba el decirlo. Y que le dolían las piedras así como a mí me duelen. Bebo litros y litros de agua, pero mi piedra de tristeza no sale. Ahora me han derivado al urólogo para ver qué opina. Tarde o temprano saldrá, eso seguro, aunque me cueste el trabajo (pienso que quieren despedirme). Pero la verdad, me da igual el trabajo y hoy que me duele menos le estoy cogiendo incluso hasta cariño a mi pedrusco de lágrimas. Me está haciendo reflexionar sobre muchas cosas. Y empiezo a creer que es verdad esa frase que un sabio dijo alguna vez: "el dolor es mi maestro". En fin, que en cuanto la expulse de mi cuerpo os aviso. Manteneos atentos.