23 de febrero de 2011

GRANADA

"El aire es inmortal. La piedra inerte ni conoce la sombra ni la evita. Corazón interior no necesita la miel helada que la luna vierte" (Federico García Lorca)


Sentado en la cama observo los libros de historia del arte sobre la estantería: pintura, arquitectura... Me quito la sudadera. No hace el frío propio de febrero. Sus ojos dan un travieso paseo por mis brazos desnudos. Sus labios rompen el silencio conscientes del andar de sus pupilas entrando donde no deben.
Qué bonita esta foto de la Alhambra opino yo, pretendidamente ingenuo.
Es mi primera vez en Andalucía y todo lo miro con los ojos bien abiertos. Se acerca a mí por detrás y describe la imagen. Señala aquí y allá. Adorna sus explicaciones con fechas y anécdotas históricas. Puedo oler su cuello desde aquí. Ya me había olvidado de ese aroma.
Nos reunimos con mis amigos en la puerta del hotel.
Nuestro piso está todo en obras. Es un desastre.
Pues como toda la ciudad, que está patas arriba.
Pero a mí me parece hermoso todo lo que veo: las casas blancas, el cielo azul, Sierra Nevada y el sol andaluz. Recorriendo el Paseo de los Tristes tengo ganas de abrazarle y sin embargo, su piel nunca estuvo tan lejos. En el mirador de San Nicolás, en el Albaicín, nuestras risas conectan como antes. ¿Dónde han estado todo este tiempo?
Suena el despertador y me despierto con los pies fríos y una mano sobre su pecho. Tiene los ojos cerrados: "¿Estás despierto?". Abre un ojo y me sonríe. Habrá soñado algo bonito.
Ve a ducharte, tenemos muchas cosas por ver.
Pero soy incapaz de salir de su cama. Tengo sueño. Anoche estuvimos de tapas y luego tomando unas copas hasta tarde.
Ve a ducharte. Vamos a llegar tarde.
Siento que me está pidiendo distancia. Ojalá me mirara más a menudo, como antes, cuando no me quitaba el ojo de encima.
Tengo que confesar que se me hace raro, ¿sabes?
¿El qué?
Todo esto. Tener que estar así. Creo que ya te lo dije...
Sí.
Me gustaría besarte.
Ya lo sé.
En la ducha, los chorros de agua se me clavan en la cabeza como agujas. Pasaría toda la vida aquí debajo, igual que anoche en su comedor, con las piernas bajo la mesa al calor del brasero. Cruzando palabras peligrosamente. Tan al límite de la gloria y el desastre.
Hoy no ha salido el sol. Está nublado, incluso llueve algún rato. Pero Granada sigue preciosa. Y el Parque de García Lorca. La Alhambra. El barrio judío. Las teterías.
Por la tarde, mis amigos vuelven a esperarme en la puerta del hotel. Y nosotros llegamos tarde de nuevo. Pero hay tiempo, no vamos a perder el avión.
Quiero que sepas que me he sentido a gusto.
Y yo. Me ha encantado verte.
Aunque hubiera preferido que las cosas salieran de otra manera.
No ha podido ser, pero... Te tengo mucho cariño. Mucho.
Y yo a ti. No lo olvides.
Ya anochece en el autobús, saliendo de Granada. Las farolas de la Gran Vía nos despiden incapaces de brillar al gusto de todos. Es algo que suele pasar en todas partes. Creo que nunca voy a olvidar este lugar. Ni él a mí tampoco.

6 de febrero de 2011

VEINTINUEVE

"Sólo un loco celebra que cumple años" (George Bernard Shaw)


Me despierto a las siete de la mañana con un fuerte dolor de riñón. Un pinchazo en el vientre, ganas de orinar y se me abren los ojos como platos. Intento calmarme: respiro hondo y me acaricio el abdomen. Al rato me doy cuenta de que ya no soy un niño y las caricias ni me las hace mi madre ni me calman el dolor. No voy a poder dormir más así que me levanto, me tomo dos pastillas de Voltarén y lleno la bañera de agua caliente. Al tratar de zambullirme, me quemo los pies y el culo. Mientras el reflejo de mi rostro se desvanece tras el vaho en el espejo, pienso: feliz cumpleaños.

Después de media hora en remojo, me siento mejor. Observo las arrugadas yemas de mis dedos como si me viera envejecer y me pregunto por qué no ocurre lo mismo con los dedos de los pies. Me pregunto si he hecho todo lo que quería hacer antes de cumplir los treinta. Con las piernas encogidas al máximo en mi ridícula bañera, me pregunto si tengo que empezar a planear mis objetivos para antes de los cuarenta. Quizás la vida no sería tan decepcionante si no lo tuviéramos todo previsto.

Salgo del agua, el dolor ha remitido. Me seco, me visto con lo primero que encuentro y salgo de casa dispuesto a hacer de este jueves cualquiera un día excepcional. Siempre que cesa el dolor, me siento intensamente vivo y optimista. Vuelvo a valorar los detalles. El sol brilla y las calles del barrio están llenas de historias. No hace demasiado frío. La gente sonríe como si decidiera regalarme un poco de simpatía por mi cumple. Me sorprende. No me doy cuenta de que soy yo el que sonríe.

Es demasiado temprano para ir a trabajar, así que entro a una cafetería. Pido un biquini y un café con leche. Leo un libro rodeado de ejecutivos que se tocan el pelo, mueven las manos y se colocan la corbata mientras hablan, abren y cierran sus maletines. Tengo veintinueve años. Me pregunto cuando empezaré a parecer un adulto de verdad, con un trabajo serio, con quejas y opiniones de adulto, con traje, gomina, máquina de afeitar, colonia Brummel, calcetines negros y calzoncillos blancos. Me gustaba tener veintiocho.

Salgo de la cafetería dejando atrás las conversaciones sobre la crisis, el fútbol y el tabaco y me pregunto por qué nadie habla de la crisis de los treinta. Camino por la calle en dirección opuesta a todo el mundo. Me encuentro a una compañera de trabajo. Me explica en un semáforo que está embarazada. Felicidades. Gracias. Rojo, verde. Un paso de zebra. La gente alrededor. Mocasines negros. Zapatos de tacón. Medias, tobillos, calcetines. Un folleto flotando en un charco dice: "Piso en Venta". La boca del metro y giro la esquina.

Y entro en una tienda de dulces. La dependienta es joven y me sonríe. Cojo una bolsa y compro veintidós piruletas en forma de corazón. Me meto una en el bolsillo de la chaqueta y voy a la oficina.

A partir de entonces, regalo una a cada persona que me felicita. Cada persona que me saluda. En el trabajo, en el barrio, a mis alumnos de inglés... hasta que antes de acabar el día, se me han terminado. La gente se sorprende, se ríe, me besa, me abraza, me da la mano. Sus ojos brillan con ilusión mientras chupan las piruletas y sus lenguas se vuelven rojas. Dar y recibir.

Ya por la noche, llego al Bar Ramón, como de costumbre. Dejo que mis amigos pidan lo que quieran y luego pago la cuenta. Analizamos la noche del sábado. Me río como nunca. Nadie está a salvo de las críticas. Cada uno de nosotros explica lo que recuerda. Como en una película de Tarantino, los diferentes puntos de vista dan una visión global de los hechos: divertidos, absurdos, decadentes, lamentables, reales. Las cosas que nos pasan no difieren tanto de las que nos pasaban cuando teníamos veinte años. La diferencia es en la manera en que ahora las vivimos.

Al llegar a casa, tengo en mi bandeja de entrada cuarenta y cinco mensajes felicitándome. Mañana responderé. Me como mi piruleta y pongo un canal de dibujos en la tele. Con los pies encima de la mesa y los ojos entornados, se termina mi día y una pregunta me ronda la cabeza: ¿qué puedo hacer para celebrar los treinta?