31 de mayo de 2010

EL BUEN VECINO 3

A la mañana siguiente, me despertó una llamada al móvil de la policía:
Tiene que personarse en comisaría para recoger una citación judicial.
Era viernes y llovía de manera torrencial. Me levanté mareado con una mano en la cabeza y la otra dentro del calzoncillo. Me puse unos pantalones que encontré tirados debajo de la cama, una camiseta que no olía del todo mal  y salí a la calle a mojarme por mi absurda manía de ir siempre sin paraguas.
Era temprano; pero no demasiado temprano. Entré a la comisaría de La Florida sacudiendo la cabeza como un perro que trata de secarse. Estaba vacía excepto por dos agentes que estaban detrás de un mostrador. Me acerqué a ellos y no sé qué les dije que reaccionaron como si me estuviera viniendo a entregar por un crimen. Ellos ni me esperaban, ni sabían quien era. Yo tenía sueño y llegaba tarde a trabajar. Me mandaron a una sala de espera en la que un hombre bajito dormía y una mujer de color jugaba con un niño pequeño y una pelota de goma. Yo me senté y mantuve una pose de "yo estoy aquí pero no he hecho nada malo, no vayan a pensar mal, eh" durante la media hora que me hicieron esperar. Finalmente, firmé un documento, me comprometí a asistir a un juicio rápido al día siguiente y me fui dudando si pedir o no un justificante. Pero no lo pedí. Llegué tarde a trabajar y no di ninguna explicación. Me lo descontaron de la nomina.
Aquel día, estuve muy ocupado y no fui a casa a comer. Mi hermana (que no me veía desde hacía dos días por incompatibilidades horarias, a pesar de vivir en la misma casa) llegó pronto ya que los viernes sale un poco antes. Cuando llegué yo por la noche, me dijo:
Ha bajado una chica que vive en el quinto. Te quería dar las gracias por ayudar anoche a su abuela. ¿Qué hiciste? ¿Le subiste la compra?
Con la citación en la mano y gafas de sol, entré a la mañana siguiente en los juzgados de Hospitalet. Un gran número de sujetos con variopintas maneras de vestir hacían cola en un mostrador donde les sellaban su cartilla de la libertad condicional. En unas filas de asientos, familias preocupadas y mujeres de ojos rojos. Allí me encontré con la anciana víctima y su nieta. Se alegraron mucho de verme. Me besaron y me dieron las gracias. Yo les sonreí mucho y hablamos de lo sucedido. La agresora, hija y madre de ellas respectivamente, llevaba dos días en el calabozo y la única información que les habían dado de ella es que estaba furiosa porque no la dejaban fumar.
Mi hija es buena chica, pero ahora está pasando un mal momento me decía la víctima.
Mi madre tiene un problema. No queremos que vaya a la cárcel. Queremos que deje de beber, porque solo hay problemas cuando bebe.
Es curioso como desde fuera todo parece mucho más sencillo de lo que en realidad es. Desde mi punto de vista, totalmente ajeno a esa familia hasta entonces, deseaba fervientemente que la agresora fuera a la cárcel a pagar lo que había hecho. Y así ellas podían quedarse tranquilas. Sin embargo, el vinculo familiar es complejo y uno no puede apartar a una madre o una hija como quien deja a un marido. "¿Eso qué soluciona?", me decían ellas. El verdadero problema es que la madre es demasiado mayor para encargarse y la hija está estudiando y trabaja y tiene que pensar en sí misma.
Me llamaron a declarar. Juré decir la verdad y toda la verdad y expliqué los hechos. Me hicieron preguntas sencillas sobre algunos detalles y me dejaron ir. Como el fiscal y el abogado defensor no se pusieron de acuerdo, habrá juicio en diciembre, al que tendré que ir de nuevo a declarar. La detenida finalmente volvió a casa.
Afortunadamente, desde entonces no se han oído más gritos ni discusiones. Debió de ser muy impactante despertarse en prisión, ver las fotos de las lesiones que había causado y demás, ya que ella decía no acordarse de nada. Quiero creer que un impacto así da pie a darte cuenta de la gravedad de tu problema. Y que puede ser un primer paso hacia una posible recuperación. Aunque la verdad es que sólo me importan la abuela y la chica.
Hace unos días, me encontré a la chica en el ascensor. Me dijo que su madre había aceptado entrar en un programa de desintoxicación y que últimamente se la veía mejor. Ella sonrió. Yo sonreí.

30 de mayo de 2010

EL BUEN VECINO 2

Estaba enfadada porque su hija se había marchado esa semana de casa harta de sus borracheras, así que descargó toda su rabia y frustración golpeando a su madre de ochenta y cinco años. Mientras esperábamos a los mossos sentados en el salón de mi casa, la abuelita de pelo blanco con su moño y sus llaves, mirándose los moratones me decía:
Cuando no bebe es una persona excelente... Pero hoy estaba yo viendo la tele sin molestar a nadie cuando ha salido del cuarto... ¡el león! Y yo no sé ni cómo me he escapado. ¡Ya está bien! Que no la dejan a una ni ver la tele tranquila...
En ese momento, me llamaron los mossos diciéndome que estaban en camino y volviéndome a preguntar lo que había pasado. Me dijeron que me envíaban una ambulancia aunque no parecía que hiciera falta, y me pasaron con un médico que me preguntó sobre el estado de la yaya. Y mientras le explicaba cómo eran los morados, miré alrededor y me di cuenta que estaba la casa hecha un desastre.
Entonces, ¿se oyen los gritos cuando discutimos? se interesaba la señora.
Oírse es poco, la verdad.
Y eso fue lo vergonzoso. Porque ante tal escándalo, nadie salió. Nadie abrió la puerta. Nadie se asomó a la ventana. Era jueves a las nueve de la noche. Todos los vecinos estaban en sus casas y ante los gritos de auxilio, cerraron con llave; subieron el volumen de la tele. O peor, se pusieron a espiar a través de la mirilla; acercaron su oreja a la puerta. Y lo más grave de todo: fui el único que llamó a la policía. Entonces, me acordé de cuando asesinan a una mujer y salen los vecinos en televisión lamentando lo sucedido.
Los mossos no tardaron mucho, pero me dio tiempo a llamar a mi madre, que trabaja para el dueño del edificio que vive en el primero, para explicárselo.
Mamá, tengo en el salón a la mujer del quinto que le han pegado una paliza. Están a punto de llegar los mossos y la ambulancia.
¡Ay, Dios! Ya te dije que teníais que haber ordenado la casa.
Estoy solo, mamá.
Voy a llamar al señor José para que se haga cargo de la situación.
Llegaron los mossos: dos chicos jóvenes con dos enfermeros. Nos interrogaron a los dos, sobretodo a ella y le curaron las heridas. Seis personas en mi salón tropezándose con los cables del ordenador y tratando de convencerla para que denunciara. Si no denunciaba, al parecer, los mossos no podían hacer nada. Y yo ya me veía quedándome a la abuela en casa.
Mire, si no denuncia nos vamos y usted se vuelve con su hija.
¡Ah, no! ¡Eso no!
Pues denuncie y nos la llevamos detenida. Así al menos esta noche puede usted dormir tranquila.
¡Vale! Pues denuncio... ¡y que se joda!
Así, sin perder ni un segundo, los dos agentes subieron al piso con las llaves que la víctima fue tan amable de prestarles.
Y, por favor, hagan el favor de bajarme las gafas que las he dejado en la mesa del comedor. Y mi bolso que está en la habitación con mi monedero y todas mis cosas. Ahí debo tener mi DNI y la tarjeta de la seguridad social. ¡Ah! Y una chaquetilla que tengo en el perchero. Y no se olviden de bajarme un paraguas, por si llueve... que últimamente está el tiempo muy raro.
Y los mossos subían y bajaban con las cosas de la yaya, mientras ella se iba preparando como si se fuera de paseo. Y mientras el enfermero me preguntaba si el disco externo lo utilizaba para almacenar películas de Internet y verlas en el plasma.
Yo también tengo uno. ¿Tú de qué página las bajas?
Finalmente, tras todo el jaleo, se la llevaron en ambulancia al hospital para hacer un parte de lesiones y luego a comisaría a hacer efectiva la denuncia. Y yo me quedé solo de nuevo, hundido en el sofá, agotado como si hubiera corrido una maratón, escuchando los gritos de la alcohólica resistiéndose a que se la llevaran detenida:
¡Que se muera el vecino! ¡Que se muera el vecino!- gritaba.
Y volví a llamar a mi madre para decirle que todo se había arreglado. Entonces se quedó más tranquila.
¿Y qué te ha dicho el señor José, mamá?
Que no quería problemas y que todo eso no era asunto suyo.

25 de mayo de 2010

EL BUEN VECINO

Estaba tratando de estudiar inglés para mis exámenes de junio cuando empezaron los gritos. No es extraño, siendo vecino de una gran ciudad, escuchar gritos por el patio; lo que no es tan habitual es oír pedir auxilio. Eran las ocho y media de la noche del jueves y llevaba un cincuenta por ciento de errores en tests de gramática, cuando una voz ronca de mujer empezó a repetir:
¡Iros a la mierda! ¡Me dejáis en paz! ¡Dejadme en paz! ¡Iros a la puta mierda!
Parecía hablar sola y se encontraba, sin duda, bajo los efectos del alcohol. No era la primera vez que se escuchaban gritos así. Desgraciadamente, nos acostumbramos a esa clase de cosas.
El desgarrado monólogo fue aumentando de intensidad girando sobre sus propias palabras en un bucle. Dejé el bolígrafo encima de la mesa y me crucé de brazos a escuchar. Pero el lamento no iba a ninguna parte más que hacia sí mismo. La violencia que latía en la garganta de aquella mujer iba a dejar de poder contenerse solamente en frases de un momento a otro.
De pronto, de la manera más inesperada, una segunda voz de mujer entró en escena. Primero en forma de un grito indescriptible. Después suplicando desesperadamente:
¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Que me mata! ¡Que me mata!
Me puse de pie de un salto. Cogí el móvil que tenía encima del escritorio. Pensé: "Llamo a los mossos". Y pensé: "¿Cuál es el teléfono de los mossos?". Abrí la ventana, intentando averiguar cual era exactamente el piso del que provenían los gritos; pero sus voces se confundían en el tragaluz como un eco trágico de ventanas cerradas. Miraba la pantalla del móvil temblándome en las manos. Y la segunda mujer continuaba:
¡Auxilio! ¡Por favor, auxilio! ¡Auxilio!- durante eternos segundos.
Y después empezaron a oírse cada vez más lejos y luego por el hueco de la escalera. Decidí salir, calzado en unas indefensas zapatillas, con el teléfono en una mano y las llaves en la otra. Me asomé por encima de la barandilla y entonces vi a las dos mujeres en el piso inmediatamente superior: una mujer rubia de mediana edad forcejeando con una anciana de más de ochenta años que trataba de entrar al ascensor con la cara y los brazos llenos de sangre.
Subí hasta el rellano entre los dos pisos. Las tenía justo en frente de mí. Cogí aire y con una voz grave como un trueno rescatada de lo más profundo de mi tímida masculinidad, exclamé:
¿¡Qué está pasando aquí!?
Y la anciana bajó como pudo a esconderse detrás de mí. Y me dijo:
Me quiere matar.
A lo que su hija respondió:
No es verdad.
Está sangrando dije yo.
Eso se lo ha hecho ella sola...
Mirando a la anciana, poniéndole la mano en la espalda, le dije:
Venga a mi casa que vamos a llamar a la policía.
Y poco a poco, fuimos bajando los escalones a ritmo de octogenaria herida, mientras la maltratadora nos observaba a varios pasos de distancia por detrás. Siguiéndonos pero sin pronunciar palabra. Sin tocarnos, sin retenernos, sin protestar. Pero cuando la anciana entró a mi casa y cerré, golpeó con furia la puerta y masculló a su madre que no volviera nunca más.
La dejé pasar al baño a que se lavara las heridas y después la senté en el sofá. Me confirmó que era su hija, que vivían juntas y que era alcohólica. Que ya la había golpeado otras veces pero nunca de esa manera. Le dije que iba a llamar a la policía y me dio su aprobación. Busqué el número de los mossos en Internet y marqué el 088.

12 de mayo de 2010

¿CARA O CRUZ?

¿CARA?

Me quiero cortar el pelo pero no me apetece nada entrar a una peluquería a esperar una hora sentado viendo en la Cuore ampliaciones de la celulitis de los muslos de Madonna. La máquina con la que solía raparme está rota. La pinza está medio partida y se me clava en la cabeza. Mi madre me compró otra mejor, pero resulta que por alguna inexplicable ley de la tecnología moderna, corta peor que la vieja. La última vez prácticamente tuve que raparme al cero para disimular los desperfectos.
Ve a los chinos. Ahí te cogen en seguida- me aconseja mi sabia madre.
Y efectivamente, nada más entrar, como en uno de sus restaurantes que siempre hay mesas, me sientan a lavarme el pelo.
¿Lava pelo? ¿Colta pelo?
Sí.
¿Colto colto?
Muy corto.
Colto.
¡Muy corto!
Muy colto, sí, sí. Lava pelo. Colto pelo, muy colto pelo.
Me recuerda cuando me cortaba el pelo en Glasgow pero al revés. Siempre coincidía con algún partido de Barça-Glasgow Rangers o Barça-Celtics y el barbero me preguntaba si lo había visto y si Barça era una ciudad bonita.
El chino (me disculparán que no recuerde su nombre) me acaricia la cabeza delicadamente, hasta iniciar un agradable masaje por el cuello y los hombros. Es muy relajante pero mis prejuicios europeos no me permiten disfrutarlo plenamente y tengo miedo de que de pronto me ofrezcan pasar a un reservado a elegir una chica del catálogo. Pero nada de eso sucede y salgo totalmente relajado y con el pelo perfectamente corto y pienso que tenemos mucho que aprender del carácter oriental.
Desde que vuelvo a ser soltero (aunque cuesta más serlo que decirlo) he estado tratando de encontrarle la dignidad a esto de ser uno solo. Cualquiera diría... si me he pasado solo casi toda mi vida... Pero ahora es lo que toca.
Luego, más adelante, ya me acostumbraré a la nueva situación y dejaré de hacer tonterías como ir a correr por las tardes. Algo hay que hacer para sentirse mejor. He empezado a cambiar los hábitos. He llenado la nevera de frutas y verduras. Ya no como donuts, pizza ni chocolate. Me he comprado algo de ropa y he ordenado mi habitación. Dentro de poco voy a sentirme fuerte como para comerme el mundo. Lo noto. Voy a estar en plena forma y me van a mirar en el metro con deseo. Ya no hay quien me pare. Me sentiré mejor que nunca y esta nueva etapa va a ser la mejor de mi vida.

¿CRUZ?

Me duele el cuello. Todas las cervicales y los hombros. Maldito chino. Uno no puede ponerse a hacer masajes sin tener ni idea por muy rasgados que sean tus ojos. No todos los españoles sabemos cocinar una paella, ni todos los chinos saben hacer masajes. Mucho rollo "colto pelo, lava pelo", pero a mí nadie me preguntó nada de "masaje, masaje". Aunque el pelo me lo cortó muy bien, rápido y barato... pero, ¡qué dolor de cuello! ¿O será de sentarme mal en el trabajo?
Desde que estoy soltero me siento cada vez más hundido en mi silla frente al ordenador. La desidia me hace deslizarme en mi asiento color azul corporativo. El culo y las piernas ganan terreno bajo el escritorio. El ratón cada vez me parece estar más lejos. Mi nariz casi toca con la mesa y se me aplastan las cervicales. ¿Será por eso el dolor del cuello?
Me muero de hambre. Daría lo que fuera por un paquete de donuts de chocolate. Me siento como Bridget Jones. Estoy hasta los huevos de las putas ensaladas y las putas manzanas con zumo del desayuno. Quiero un bocata de chistorra con queso fundido. Un plato de pinchos. Un donner kebab con salsa. Un menú doble Big Mac. No sé si todo esto tiene mucho sentido.
Desde que voy a correr me duele el pie izquierdo. Voy a correr con mi hermana y llegamos hasta la plaza Francesc Macià y volvemos; dos o tres días por semana. Pero al día siguiente llego al trabajo cojeando y me dicen:
Iván, la vida sana te está matando.
Y lo peor es que los zapatos nuevos que me compré me han hecho una herida en el otro pie y también he empezado a cojear por el lado derecho. Me preguntan: "Oye, ¿cómo llevas lo de la ruptura?". Y yo respondo: "¡Pues de puta madre!", y me alejo balanceándome como si fuera el personaje del Gilipollas que salía en Buenafuente. Y así la gente me mira en el metro, pero no precisamente con deseo...
Pero lo peor de todo fue la semana pasada. ¿Se acuerdan de mis piedras de riñón? Pues tuve un cólico renal que me tuve que ir de la oficina a casa a media mañana. Por el camino casi me desmayo de dolor. Llegué blanco. Llamé a mi madre. Me pusé a buscar las pastillas, pero me costó dar con ellas porque desde que tengo la habitación ordenada no consigo encontrar nada. Me tomé un par y me tiré en el sofá con una manta eléctrica en el costado.
Pero el dolor en vez de disminuir fue en aumento, así que tuve que ir a urgencias. En la sala de espera, me tiré retorcido en mí mismo encima de un banco. Gemía sin parar, lloraba. Era como un parto. No podía caminar erguido. Fue el cólico más fuerte que he tenido y el peor dolor que recuerdo.
Al final, me pusieron dos inyecciones, una en cada nalga, y me dejaron tirado en una camilla hasta que a la media hora se me pasó el dolor y me dieron la baja. Al día siguiente, ya no me dolían los riñones pero sí me dolía el culo.
El urólogo me dijo: "Cuanto más andes, antes bajarán las piedras". Así que el maldito cólico es en gran parte causado por haber ido a correr estos días. Claro que al fin y al cabo, a pesar del dolor, que las piedras bajen es positivo (con todas las connotaciones psicológicas que queramos otorgarle). Aunque por otro lado, todavía no las he meado, después de tanto sufrimiento. "Si no es para salir, mejor que no bajen", pienso. Ahora mismo la que el otro día me puteó tanto está en algún lugar entre la vegiga y la punta de mi uretra. Así que no sé si el sufrimiento está sirviendo de mucho y si correr es sano o no y si al final me sentiré mejor o peor o viceversa.
Como en todas las cosas, hay dos caras distintas de la misma realidad. Mi vida avanza como una moneda girando en el aire, lanzada para ver si el azar define lo que yo soy incapaz de juzgar. Y veo pasar la cara y la cruz sin descanso y no sé cual es la que precede y cual es la que sigue. Es como una cadena infinita en la que ambos lados se confunden.
Siento que la moneda está en el aire y necesito que caiga para ver si sale cara o cruz de una vez. Y a partir de ahí, tomar decisiones, construir, crecer, definirme o volver a empezar. Lo peor de todo es que eso no sé cuanto puede llegar a tardar. Mientras tanto, se aceptan apuestas. ¿Cara o cruz?