1 de enero de 2014

LA FELACIÓN 2

Cuando lo cuento, me dicen que podría haberlo evitado. No entienden que no se trata de eso. La posibilidad de acabar follando con mi jefe se convirtió automáticamente en una obsesión después de que se quedara mirándome la polla en los vestuarios del club de tenis. Aquella idea tenía una fuerza imparable, un poder de atracción natural como el de una roca cayendo hacia el suelo. Pero no era una cuestión de deseo sexual. Se trataba de mi jefe. Un hombre divorciado, padre de dos niños, de ocho y diez años, amante del deporte y los coches de lujo. Cualquier persona en mi lugar se hubiera dado cuenta en seguida de que chuparle la polla era cometer un error terrible. Y, sin embargo, cualquiera lo hubiera hecho. Existe una fuerza mucho más poderosa que la atracción física: el deseo de autodestrucción. El ser humano es el único animal que prefiere dinamitar su propia vida antes que sucumbir en ella. La monotonía. El aburrimiento. La desidia del día a día. Esa es la cuestión. Mi jefe prácticamente tuvo una erección aquella mañana duchándose conmigo. Aquello propiciaba un detonante demasiado tentador. Nadie en mi lugar habría dejado escapar una oportunidad así. Tener la posibilidad de mandar, en un instante, toda tu vida a la mierda y no hacerlo es una proeza que solo está al alcance de unos pocos.








Me pagaban por pieza y, de paso, me tenían por el diario como chico para todo. «Es una gran oportunidad según los tiempos que corren», repetía como un mantra todo mi entorno. Puede que lo fuera. Pero yo me aburría y la mayoría de las cosas que me tocaba hacer las firmaba Redacción. Sin embargo, era el único becario de mi promoción que había conseguido entrar a trabajar en el medio en el que había hecho las prácticas. Mi jefe me dio su tarjeta el último día.
Llámame si necesitas algo me dijo.
Pero no lo hice. No soy ese tipo de persona. No hubiera sabido qué decirle.
Así que al cabo de un mes y medio, me llamaron ellos. Alguien de recursos humanos.
¿Estás disponible? Necesitamos a alguien de apoyo en web y para revisar teletipos.
El lunes siguiente ya estaba de vuelta. Mi jefe no tardó ni diez minutos en acercarse a mi mesa y preguntarme por qué no le había llamado. Le dije que tenía intención de hacerlo pero que no había encontrado el momento.
Desde que te fuiste no he encontrado a nadie que quiera venirse a jugar a tenis conmigo.
Eso era obviamente mentira.
Te tienen miedo bromeé.
¿Te apetece echar un partido este sábado?
Claro.

De repente, se había convertido en una rutina más. Casi parecía que estuviera dentro de mis obligaciones. Todos los sábados quedábamos en la puerta del club de tenis. Yo dejaba allí mismo aparcada la moto. Mi jefe dejaba el coche en su parking privado y después salía a buscarme para que entráramos juntos. Durante las primeras semanas, no ocurrió absolutamente nada. Ni miradas. Ni indirectas. Ni bromas de ningún tipo. Así que empecé a pensar que mi intuición había fallado. De vez en cuando, miraba a mi jefe a los ojos, después de la ducha, durante el desayuno, buscando un resquicio de intencionalidad. Sus retinas transmitían una inocencia y una ternura impropias de alguien de su edad. Algo había cambiado en él. O en mí.
Después de un mes, me hizo socio del club. Pagó mi cuota él mismo y me dieron un carné. En la redacción, los días transcurrían con una normalidad abrumadora. Casi no hablaba con mis compañeros. Me dedicaba a hacer mi trabajo. Los días de mucho estrés, mi jefe gritaba a algún redactor y se generaban intensas discusiones. Entonces, se acercaba a mí y me decía:
Necesitamos un descanso. Bájate conmigo a tomar un café.
Íbamos a la cafetería de la esquina y allí se desahogaba.
Al volver a la oficina, notaba una cierta inquietud en las miradas de mis compañeros. Yo llevaba mi homosexualidad con una discreción ejemplar. Sin embargo, percibían algo inusual en nuestra relación.

Fue otra vez en el vestuario cuando las cosas volvieron a complicarse. Normalmente, había poca gente cambiándose con nosotros. Aquella mañana, no había nadie. Mi jefe me estaba explicando una nueva aplicación para facilitar la lectura del diario en plataformas móviles o tabletas. Yo salía de la ducha mojado, con una toalla blanca del club enrollada a la cintura. Al pasar a su lado, dirigiéndome a la taquilla, resbalé. Mi jefe estaba criticando la ineptitud de algunos de nuestros informáticos y yo prácticamente caí desnudo en sus brazos. Se me desprendió la toalla como en una película porno de bajo presupuesto y mi jefe tuvo que sostenerme por detrás de la cadera. Fue un instante que duró un millón de años. Nos reímos. Creo que me puse colorado.
Desde entonces, volvió a mirarme de aquella manera. Me miraba cuando me daba la vuelta. Cuando me agachaba. Mientras me quitaba la camiseta. Me miraba siempre que pensara que yo no fuera a darme cuenta; pero lo notaba. Con el tiempo, fue a más. Se metía en la ducha de enfrente y me miraba a los ojos. Eran duchas individuales con una puerta de madera azul que cubría el cuerpo pero dejaba al descubierto la cabeza y los pies. Nos mirábamos fijamente mientras el agua resbalaba por nuestra piel. Muchas veces, sin hablar.
El último sábado de marzo, después de cuatro meses trabajando juntos, me llevó a un vestuario distinto. Tenía llave propia y era solo para nosotros. Aquello me alteró un poco. Me dijo:
Así estaremos más tranquilos.
Jugamos el partido. Gané yo. Normalmente, no ganaba. Eso le molestó. Dijo que habíamos contado mal los puntos. Abrió la puerta del vestuario. Entramos. Era muy pequeño. Nos quitamos la camiseta. De repente, me empujó:
Eres un tramposo. He ganado yo.
No estaba claro si aquello era una broma.
—Dilo.
Como quieras, a mí me da lo mismo dije.
Se bajó los pantalones frente a mí, quedándose totalmente desnudo. Yo no me moví. No dije nada. Casi ni respiré. Entonces, miré hacia abajo. Su pene estaba erecto. Le miré a los ojos. Él sonrió. Poco a poco, me agaché. Me puse de rodillas. Volví a mirarle a la cara. Seguía sonriendo. Así que empecé a chupársela.
Se la chupé un buen rato. Él parecía disfrutar. Yo disfruté lo que pude. No tenía muy claro qué sentir. Al cabo de un par de minutos, puse una mano sobre su nalga izquierda para ayudarme. Aquello no le gustó. Me agarró violentamente por el pelo y estiró con fuerza. Yo le solté de golpe. Entonces, dijo:
Oye, ¿tú no serás maricón?
Se escuchaba un grifo gotear a lo lejos.
Yo no me acuesto con maricones.
¿Qué se supone que tenía que responder a eso?
Decidí seguir chupándosela y, en seguida, me soltó. No tardó mucho en llegar al orgasmo. Eyaculó gritando el nombre de su ex mujer.
Has dejado que me corra en tu boca.
Lo siento, no he podido evitarlo.
«Ve a limpiarte», fue lo último que me dijo.

Cuando, al sábado siguiente, no me invitó a ir al tenis, me di cuenta que aquello se había terminado. En la redacción, me evitaba y, cuando necesitaba algo de mí, enviaba a alguien a hablar conmigo. Yo seguí haciendo mi trabajo lo mejor que supe. No busqué un acercamiento ni tampoco adopté el rol de despechado. Apenas tres semanas después de la felación, me llamaron de recursos humanos:
Nos gusta mucho cómo trabajas pero, ahora mismo, estamos justos de presupuesto. No tenemos más remedio que prescindir de ti. Lo sentimos.
El último día fue bastante duro. Todos mis compañeros se acercaron a hablar conmigo. Todos menos él. Trataron de animarme y me hicieron bromas.
A última hora, me acerqué a su mesa. Le dije que había sido un placer conocerle.
Igualmente dijo. Que tengas mucha suerte.
Su frialdad me quemaba por dentro.
Quise mirarle a los ojos por última vez, pero no levantó la vista de sus papeles. Quería comprobar si quedaba algo de lo que un día había visto en ellos.
Adiós le dije.
Y me marché, arrastrando por el suelo el poco orgullo que me quedaba.
Esperé, incluso, los meses siguientes, que volvieran a llamarme; pero nunca lo hicieron.
Acabé de camarero en un restaurante del centro. Trabajaba diez horas al día y me pagaban ocho.
Pero lo más patético no fue eso.
Lo peor fue darme cuenta, cuando ya no había solución, de que, además de cagarla, me había enamorado.

LA FELACIÓN:
Primera parte

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