Cuando era pequeño nunca iba a la peluquería. Nunca me llevaban, mejor dicho. Era rubio (no es broma, puedo probarlo) y mis rizos, en vez de ser recios y frondosos, caían en forma de tirabuzón grácilmente tapándome las orejas. Recuerdo ir por las calles con mi melenita dorada de ovejita para deleite de las viejecitas que se paraban para decirme lo "guapa" que era. Les encantaban mis ricitos de oro pero me confundían muy a menudo con una niña. Siempre llevaba el mismo peinado. Mi madre me cortaba las puntas de vez en cuando, pero no variaba mucho. Recuerdo que me sentaba en un taburete en el baño y yo no alcanzaba a verme en el espejo. Sólo me veía las cejas y las movía arriba y abajo para no aburrirme. De pequeño era un niño nervioso. El caso es que yo era ingenuamente feliz con mis rizos rubios y todas las profesoras que hasta entonces había tenido parecían entusiasmadas con ellos. Pero un día papá me cogió de la mano y me llevó al barbero. Papá cogió a su hijo no interesado en el fútbol y le llevó a una barbería sólo de hombres, como si se tratara de un rito de iniciación. Aquella tarde me perdí "El Show de la Pantera Rosa". El señor Antonio era un peluquero chapado a la antigua. Contaba chistes y tenía voz de cazalla. Me sentó en una butaca antigua de las que se subían apretando un pedal con el pie y por primera vez me vi la cara mientras me cortaban el pelo. En vez levantar las cejas saqué la lengua. El señor Antonio tardó unos diez o quince chistes en raparme la cabeza y ya no me cofundieron más por la calle con una niña.
El domingo pasado, veinte años después, volví a raparme. Después de tanto debate, alisados, paciencia, encuestas, opiniones y toda el espectáculo que organicé. Sentí que ya estaba harto de que mi pelo fuera un tema de burla al encontrarme con alguien: "ya no está tan liso, eh". Me pareció que ya me había cansado de la aventura y de tener que cuidarlo tanto, de las mascarillas y todo eso. Me lo he pasado muy bien, pero se acabó. He vuelto a la sobriedad del pelo corto. Y debo decir que sentir el agua de la ducha directamente en el cráneo sigue siendo el más absoluto placer. Insustituible.