"Estos labios que saben a despedida, a vinagre en las heridas, a pañuelo de estación" (Joaquín Sabina, Nos sobran los motivos)
Pasada la mitad del curso, algunos estudiantes extranjeros empiezan a volver a sus países de origen y tiñen el cielo de Glasgow de nostalgia hasta el punto de que incluso los escasos días soleados se nos presentan tristes. Nunca se me dieron bien las despedidas. Si lloro, me siento como una niña cursi preocupada porque llega el fin de curso. Si no lloro, me siento culpable; sobretodo si lloran todos menos yo. Generalmente, no vivo las despedidas como tales. Ni me entero de que la gente se va. Digo lo que hay que decir, entiendo que se van. Abrazo, beso, limpio lágrimas ajenas y hago reír para que sea una sonrisa lo último que vea de ellos. Y se van y yo me quedo allí contemplando la silueta de esa última mueca en el aire como un destello, una nube de humo que se desvanece como un dibujo animado cuando corre. Me quedo solo y con los bolsillos llenos de recuerdos y momentos vividos que no volverán. Es entonces cuando empiezo a vivir la ausencia y me emociono... pero ya es demasiado tarde. En ese momento, ya parece que no viene a cuento sentir nada y te ves como un absurdo perrito faldero sin piernas contra las que frotarte. A nadie le gusta sentir las cosas cuando ya han pasado de largo; así miro hacia delante con el corazón bien duro y la triste sensación de haberme perdido la vivencia de otro momento bonito.
Sara y Alessia volvieron a Italia tras una gran fiesta de despedida en el piso de Marco. Una celebración por todo lo alto, incluyendo el policía escocés borracho y con bigote interrumpiendo por exceso de ruido. Suele pasar. Una fiesta no es una verdadera fiesta si no la para la policía. Una vez, acabamos una fiesta sin incidentes, de manera que pusimos la música a su máximo volumen para que vinieran los gendarmes y pudiéramos irnos a casa tranquilos. La última fiesta de Sara y Alessia en Glasgow sin duda será también muy recordada, aunque yo fuera incapaz de vivirla como un final. Es difícil concebir una cosa como última: un momento, una fiesta, una cena o lo que sea. Estás ahí y te parece tan poco concluyente como cualquier otro rato. Y es probable que sea cosa mía pero, ¿no os parece que nada acaba, que todo fluye? Yo vivo cada punto como el primero de una serie de puntos suspensivos; y así todo. Dejo abierta toda puerta tras de mí y ando hacia adelante pretendiendo que todo me sigue de cerca; que nada ni nadie se pierde en el camino. No termino una comida, sino que empiezo un postre. No acabo un polvo, comienzo un beso. No cierro una historia, abro un cuento. No sé por qué me cuesta tanto, pero así es. Niego los finales. Y presumo de duro y de vivir el presente, cuando la mayor parte del tiempo paso de puntillas por cada experiencia. Tengo miedo de terminar todo algo porque siempre siento que todavía no he empezado a disfrutarlo intensamente.
Sara y Alessia se fueron. También se fueron otros. Y otros que están por irse pronto. Sara me dijo que no estaba preparada para marcharse. Me lo sigue diciendo desde Italia. Me cuenta que no se adapta, que todo es raro. Y todo es raro aquí también. Las nuevas ausencias me hacen sentir que esto se acaba, aunque todavía falten dos meses. Y me pregunto si estoy preparado para irme y no tengo respuesta. No me asusta, pero pienso mucho en la vuelta últimamente. A ratos me siento muy feliz y a ratos melancólico. Pienso en lo que está por acabar; en lo que está empezando... y de nuevo, niego que nada acabe y disfruto los nuevos comienzos. Imagino la vida como un avanzar infinito y así me consuelo. El Erasmus es esencialmente temporal y eso lo hace bonito, especial, único y genuinamente auténtico. Pero, ¿no es acaso también temporal la vida?