7 de septiembre de 2009

AMSTERDAM

La primera impresión al salir de la Central Station fue, en resumen, nubes de humo de porro y manadas de bicicletas. Llegábamos cansados de Berlín. Era viernes por la tarde de un fin de semana de agosto y Amsterdam estaba infestada de turistas recién llegados con ansias de vivirlo todo en una noche. Nosotros veníamos con más calma y el bullicio nos engulló. Amsterdam es caos, pero un caos que se entiende a sí mismo. Bicicletas, coches, tranvías y humanos conviven en un tráfico en constante movimiento donde el turista forzosamente debe integrarse de inmediato o morir en él.

CABOT
Nuestro hotel estaba al lado del Museo Van Gogh. Era una antigua casa preciosa, muy bien cuidada. Cada una de sus habitaciones tenía un encanto especial. Tras subir su vertiginosa, interminable escalera de entrada, nos recibió la dueña de edad indeterminada que nosotros bautizamos como Madame Trussau o Truffaut, depende del día. No sé si porque parecía una vieja estrella del cine francés retirada o una estatua del museo de cera. En cualquier caso, era muy agradable. Y nos dio, yo creo, la mejor habitación. La podéis ver en la foto. Para mí ha sido una de las mejores estancias que he vivido. Sobretodo después de la habitación-cajón-pasillo que tuvimos en Berlín. Además el trato fue excelente: muy personal y nos traían el desayuno a la habitación cada mañana. Al principio creímos que tendríamos que pagarlo (ya nos pasó una vez en Belfast) y no nos quedamos tranquilos hasta que se lo pregunté a uno de los empleados de Madame Trussau que bien podían ser los miembros del grupo The Black Eyed Peas haciendo horas extras en Holanda. Uno no está acostumbrado a ciertos lujos.

A la mañana siguiente, ya encontramos un Amsterdam más parecido al que habíamos imaginado. Un día soleado nos presentó el esplendor de sus canales, sus calles con sus casitas holandesas, las tiendas, la plaza Damm y ese aire de Venecia del norte. Probé arenque crudo en un pan con pepino y cebolla, típico allí. Estaba bueno, aunque daba mucha sed. Y visitamos el Museo Van Gogh con sus girasoles y demás. Imprescindible para admiradores del loco del pelo rojo. A mí me encantó. Son todas sus obras bailes de color que en vivo ganan casi tanto como el valor que en realidad tienen. Y nuestra otra parada obligatoria: la casa de Anna Frank. Todo lo que sabíamos, todo lo que habíamos leído, escuchado, visto en televisión y en cine no fue nada comparado con estar ahí dentro. Se conserva tal y como fue. Todavía hay las fotos de artistas de cine que Anna pegaba en la pared de su habitación, las líneas pintadas en una esquina que medía el crecimiento de las hermanas, las ventanas tapadas, la librería tras la que se encontraba el escondite de las dos familias. El simple hecho de estar allí de verdad y ver las dimensiones te acercan emocionalmente como una bofetada a lo que allí pudo vivirse. Impagable y muy emocionante.

El domingo fue más tranquilo todavía si cabe. Visitamos el Vondelpark dando un paseo: el rincón natural bohemio de la ciudad. Allí se reunen conciertos al aire libre y artistas de todo tipo: pintores, estatuas humanas, etc. Y otra vez la cara del Amsterdam más bello nos sonreía. Más tarde vimos el Rijksmuseum en veinte minutos, ya que la mitad de las salas estaban cerradas por obras. Eso sí, el precio de la entrada seguía intacto. No valió la pena. Y por la tarde, para finalizar, nos dimos una vuelta por el Barrio Rojo. A mí me parece una iniciativa excelente por parte del Ayuntamiento y sé que es el mejor trato que se le puede dar a aquellas mujeres que han decidido dedicarse a la prostitución. Sin embargo, es vergonzoso que se haya convertido en un reclamo turístico. Y supongo que es más culpa nuestra, de los turistas, que de la propia Amsterdam. El caso es que es una pena que una situación nacida del respeto, haya convertido el barrio en una especie de zoológico de tetas.

Finalizado el viaje, nos dirigimos al aeropuerto con los pies hinchados como un hobbit. Por fin volvíamos a España. Estábamos agotados, pero lo habíamos disfrutado mucho. Sin embargo, el vuelo se retrasó caprichosamente tres horas para desesperación de sus pasajeros. Así que nos dedicamos a inventar juegos, diseñar un parque de atracciones inspirado en el mundo del Mago de Oz y a comprar quesos. Pisar finalmente el suelo barcelonés hacía tiempo que no significaba tanto. Viejos recuerdos reaparecían. Y por unos días Álex y yo disfrutamos también de Barcelona. Pero mis viajes no habían terminado todavía...

Continuará...

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