30 de julio de 2014

PUNTO Y FINAL

"El mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad" (Ana María Matute)

Es curioso que este blog empezara con una despedida. Decía adiós a Barcelona (cuando todavía no estaba de moda irse) y eso fue el principio de todo. Eso dice mucho de mí, supongo. Me inventé una palabra y escribí un primer post para deciros: "ahí os quedáis". De eso han pasado ya siete años y casi 300 entradas. Nunca imaginé que llegaría tan lejos, ni que recibiría tanto cariño y apoyo de vuestra parte. Ha sido un viaje fantástico. Incluso, algunas veces, pensé que me acompañaría toda la vida... pero ha llegado el momento de asumir que todo se acaba, incluso los sueños. Toca volver a despedirme aunque, esta vez, yo me quedo y es el blog el que dice adiós.

Ha sido una decisión muy dura. Éste es el primer lugar donde me puse a escribir en serio. Aquí es donde, por primera vez, he tenido lectores de verdad. Creo que pocas cosas me han hecho más feliz en estos siete años que escribir mi (antiguamente) relato semanal de "Nihilantropía". Pero los sueños, una vez cumplidos, hay que dejarlos volar. He esperado hasta sentir, de forma incontestable, que éste era el momento. Es difícil explicar los motivos. No es cansancio; más bien una necesidad intuitiva. Creo que, al final, será para bien. Que este punto final es un nuevo principio (ahora sí) hacia un peldaño mejor y más real.

Tenéis que creerme, seguiría aquí eternamente. Ésta es mi casa; la que siempre ha tenido las puertas abiertas a todo el mundo (con todo lo que eso conlleva). Aquí hemos jugado juntos. Me habéis visto crear historias, desnudarme, salir y entrar del armario, viajar, escribir poemas cursis, alisarme el pelo, enamorarme, decepcionarme, deprimirme (de esto un poco demasiado), perder a seres queridos, filosofar (también falosofar, me temo), reflexionar sobre lo absurdo de la vida cotidiana, quejarme de cosas que, en el fondo, no tenían importancia, hacer dibujitos, burlarme de todo y también, la mayoría de las veces, manipular para divertiros. He aprendido aquí que, por encima de todas las cosas, soy un escritor y eso tiene que ver con mi decisión, y es por eso por lo que a este blog se lo debo todo. Y también a vosotros.

No os pongáis tristes. Alegraos por mí y por los buenos ratos que hemos pasado. Si un día sentís nostalgia, buscad en las ETIQUETAS o en el ARCHIVO los relatos que más os gustaron y volverlos a leer. Estarán ahí siempre. Seguramente ahora, seguiréis pensando que todo lo que escribí me pasó de verdad. Y el caso es que la mayoría de las veces, estaréis en lo cierto; aunque también mentí, ¡y mucho! Sigo insistiendo en eso y la gente sigue sin creerme. Supongo que, en algún momento, comprendieron que un escritor, cuando miente, es cuando de verdad es sincero.

Gracias por estar ahí. Nos volveremos a ver. En algún lugar. No sé dónde. Seguro. 
Si de verdad lo deseáis, así será.
Yo lo deseo.

7 de julio de 2014

SUERTE 2

Habrá quien no crea en la suerte. Yo tampoco creía en ella. Si acaso creía en el esfuerzo, según me habían educado. Creía en el miedo, en los fantasmas. Creía en los cuentos de hadas y en Superman. En el hombre del saco y en los Reyes Magos. Pero la suerte… La suerte era un cuento para niños vagos.


El caso es que mi hermano marcó su primer gol con el calcetín de la suerte. Aprobó sus exámenes, firmó su primer contrato, se casó con el calcetín puesto. Siempre. Mi hermano iba ascendiendo en su empresa mientras la botella de anís se iba llenando de polvo en la estantería de mi habitación. Mi voz se rompía por los excesos y el tabaco. Dejé de cantar. Nunca acabé mis estudios. Trabajé de cualquier cosa, aquí y allí, nunca durante demasiado tiempo. Mi hermano se compraba un piso con su calcetín mientras yo no conseguía apenas pagar uno de alquiler. Escondí la botella de anís porque ya no soportaba verla. Como si fuera un reflejo de mi fracaso. La puse en el maletero del coche y allí se quedó guardada. Como una maldición.
Mi hermano, su piso, su trabajo, su mujer, su hija, su fortuna, su calcetín. Yo y mi fracaso, mis deudas, mi soledad, mi botella de anís.
Sofía, mi único amor. Mi esperanza. Mi deseo.
Conocí a Sofía una noche en casa de mi hermano. Era una fiesta de viejos compañeros del colegio. Habrá quien me crea un ingenuo, pero juro que me enamoré nada más verla. Nos miramos y no sé cómo ya nos estábamos besando. Como adolescentes. Pasamos la noche en una de las habitaciones de arriba. La noche más larga que recuerdo. Maravillosa. Fue tocar el cielo con los dedos, creer en la suerte por primera vez, besar la oscuridad, lamer el destino. Una esperanza. Creí, esa noche, ver toda mi vida por delante.
A la mañana siguiente, mi hermano mató a Sofía.
Le pedí que la llevara a su casa, yo todavía estaba borracho. Se llevó mi coche porque el suyo estaba en el taller. Y la mató. Tuvieron un accidente. Pisó mal el freno con su pie embutido en el calcetín de la suerte. El suelo estaba mojado. Se salieron de la carretera. Dieron varias vueltas de campana. Sofía murió aplastada contra el motor del coche. Mi hermano apenas se hizo unos rasguños.
Cuando llegué al lugar del accidente, mi hermano estaba allí sentado sobre el asfalto, con los ojos bañados en lágrimas. La policía me había contado lo sucedido. No tenía intención de asesinarle. Simplemente, no podía contener mi odio. Sofía muerta, mi hermano allí con su maldito calcetín y la botella de anís rota por la mitad en su mano.
He conseguido salvar esto me dijo.
Había saltado del maletero.
Maldita botella, maldito el abuelo, maldito mi hermano.
Miré fijamente el borde afilado del cristal, las aristas puntiagudas que habían quedado al romperse. Entonces entendí. En ese momento vi el sentido a toda esa locura. Cogí la botella, la empuñé como un arma y, en un simple gesto, le abrí la nuez, le rajé el cuello, le rebané la yugular hasta tocar su columna.
Mientras la policía me esposaba, miré por última vez la botella clavada en el cuello del cadáver de mi hermano que unos enfermeros trataban de arrancar. Mi suerte. Pude ver también su calcetín asomado tras el bajo de sus pantalones. Su suerte. Me pregunto si le enterraron con él.

1 de junio de 2014

SUERTE

Habrá quien considere matar a tu propio hermano una crueldad monstruosa. Tal vez quien así crea no tenga hermanos.



Mi hermano siempre tuvo más suerte que yo. Una suerte ingenua. Inmerecida. Creció ganándose los méritos de hijo predilecto a través de buenas notas, torneos de fútbol, novias de buena familia y una sonrisa. La sonrisa de mi hermano abría todas las puertas. Ingenua, como su suerte.
Si alguna vez puedo decir que he tenido suerte fue por conocer a Sofía. Sentir sus labios, su mirada. Por tenerla entre mis brazos, entre mis piernas. Una sola noche me bastó. Una noche y fue mía para siempre.
Yo era el hermano pequeño. El segundo. El número dos. Para mis padres, nada que yo hiciese parecía tener mérito. Cada triunfo era una banal repetición. Así mi infancia aconteció sin sorpresas, sin alegrías, sin orgullo ni reconocimiento. Cada éxito, una copia. Cada victoria, un calco. Cada conquista, un mínimo exigido en comparación constante con el alto listón del primogénito. Todo por una cuestión de suerte.
Si acaso mi hermano hubiese sido un fracaso; si no hubiese satisfecho toda expectativa; si no hubiera sido perfecto; si no le hubieran regalado a él el calcetín y a mí la botella, todo hubiese sido diferente. Si no hubiese sido por el accidente. Si Sofía siguiese con vida, no le habría matado.

Tenía cinco años y mi hermano siete. Él había empezado la liga en su primer equipo de fútbol. Yo quería ser cantante. Era la última Navidad de mi abuelo, todos lo sabíamos. Aun así, era una Navidad feliz. Como si la Navidad sirviera de excusa para olvidar cualquier miseria. Porque éramos niños. Mi abuelo se moría y quiso hacernos un regalo para que lo recordáramos siempre.
Funcionó.
He pensado en él todo este tiempo. Mientras rajaba en horizontal la yugular de mi hermano, con toda esa sangre chorreando por mis brazos, sus ojos en blanco hacia atrás: no dejaba de pensar en el abuelo. Y en Sofía. La pobre Sofía. Mi amor.
Para ti, este calcetín de deporte. Un calcetín para jugar al fútbol. Lo llevaba de joven cuando jugaba. Era mi calcetín de la suerte. Llévalo siempre.
Un calcetín. Sólo uno. El calcetín de la suerte. Para mi hermano.
Para ti una botella de anís. La misma que hacía sonar mi padre cada Navidad. Rascas así con una cuchara y acompañas cualquier villancico. Tú que quieres ser cantante. Guárdala siempre. Es un recuerdo familiar.
Una botella de anís. Un recuerdo. Un peso. Una responsabilidad. Me enseñó a usarla como si nunca le hubiera visto tocar antes ese chisme. Esa botella. El legado.
El abuelo murió rapidísimo privándonos del derecho a réplica. De cualquier reclamación. Se fue precipitando nuestras vidas, bifurcando nuestro camino y nuestra suerte. La palmó y mi hermano y yo nunca más volvimos a ser hermanos.

SEGUNDA PARTE: Suerte 2

2 de mayo de 2014

DEL CAJÓN DE LOS TÍTERES

I

Micrófono de pluma y lentejuela,
palíndromo de risa, escaparate
de prejuicios de locos de remate,
temperamento de telenovela.

Murciano (nadie es perfecto) erudito,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
cálido, ingenuo, frugal, excesivo,
afable versión glam de El Principito.

Las ciudades de imán de su nevera
le sirven de recuerdo y desenlace
de escenarios de bar de carretera.

Si no pides disculpas, no perdona.
Si le toca hacer el tonto, se lo hace
por el caché del coño de Madonna.


II

Del cajón de los títeres, fugado,
lo conocí en la esquina de un espejo,
con la torpe cautela en su cortejo
de los artistas que aman demasiado.

Esa barba de tres días radiante
de la que aojado quedé sin remedio
es mi vicio, mi morada, mi asedio;
y mi pesar, al lado, un figurante.

Que no empañe la vida la vileza
de papanatas, tercos y cretinos.
Tenemos nuestros sueños, la certeza

de tu suerte sobre mi piel escrita,
un futuro de instantes repentinos,
de playmobils y pizza margarita.

20 de abril de 2014

COMO UNA EXPLOSIÓN 2

Al encontrarme con Jordi, me pareció mucho más guapo de lo que yo recordaba. Tenía el pelo más corto y vestía mejor que antes. Al contrario que Mercedes, había adelgazado. Se había apuntado a un gimnasio cerca de Travessera de Gràcia y marcaba unos bíceps prominentes bajo su camisa tejana. Quizás Mercedes estaba en lo cierto y se había vuelto maricón. O, quizás, estaba loca y el chico sólo había perdido el interés. Jordi parecía uno de esos hombres que no sienten el amor, sino que lo piensan. Ese tipo de personas que no permanecen enamoradas mucho tiempo. Es normal puesto que, nos pasa a todos, uno termina por cansarse de sus propios pensamientos. Siempre fueron una pareja distante, como sus nombres lo eran el uno del otro. Llegaron tarde a la fiesta y se acercaron a saludarme, tal como habíamos acordado. 


—Tienes que besarlo. Con eso será suficiente dijo Mercedes.
¿Besarlo? ¿Va en serio?
Sí. Solo un beso. No voy a emborracharlo ni nada. Solo busca un momento para pillarlo a solas y bésale.
El plan parecía sencillo. Aunque me estaba jugando un buen puñetazo en el ojo.
Mi novio me mata si se entera.
Tranquilo, no se enterará.
No estábamos pasando un buen momento. Seguramente, acabaríamos por arreglarlo, como había pasado otras veces, pero hacía más de un mes que ni siquiera hacíamos el amor.
El lugar elegido para llevar a cabo la encerrona fue una fiesta exclusiva que se celebraba en una casa con piscina en la zona alta de Barcelona. Yo tenía que ir solo y decir que venía de parte de Mercedes. 
¿Te acuerdas de Jordi? me dijo como una sobreactuada actriz de culebrón.
Sí, claro. ¿Cómo estás, Jordi? le dije.
No tan bien como tú respondió sonriente. 
Parecía que iba a ser tarea fácil.
Di unas cuentas vueltas por aquella terraza sin saber muy bien que hacer. Crucé la mirada con Mercedes un par de veces. Parecía ansiosa pero Jordi no se despegaba de ella, por lo que no podía hacer nada. No me quitaba de la cabeza los músculos de Jordi. Me tomé tres gin-tonics y hablé un rato con una chica con la que tenía un amigo en común.
Pasada una hora, Mercedes se acercó a mí.
Ha ido al baño. Es tu oportunidad me dijo.
Me terminé el cuarto gin-tonic de un trago y subí tambaleándome al segundo piso detrás de él. Le vi entrar al baño. No sabía muy bien qué hacer. Esperé un minuto detrás de la puerta y llamé. 
Jordi, soy yo. ¿Puedo entrar? Solo quiero lavarme las manos.
Aquella frase sonó tan ridícula que casi me puse colorado. Empecé a sentir a mi corazón latir fuerte en el pecho. Jordi abrió la puerta casi con un ataque de risa y, en ese momento, me di cuenta de que se me había puesto dura.
¿Es que no puedes esperar? me dijo.
Me hizo pasar y cerró la puerta detrás de mí.
Me lo quedé mirando. Un mes sin hacer el amor con mi novio era demasiado tiempo. Traté de no pensarlo dos veces. Le dije: «Jordi, tío, qué bueno estás», y sonó tan sincero que hasta yo mismo me sorprendí. Di un paso al frente. Él no se separó. Y le di el beso en los labios que se me había encomendado. Jordi no se separó. Al contrario, me metió la lengua en la boca y la mano en la bragueta. Me empujó contra la encimera. Me agarró el pene con fuerza y lo sacudió. Yo casi me asfixié de gusto. Con la otra mano me agarró por la muñeca y me obligó a levantarle la camisa. Tenía una tableta de abdominales perfecta. Estaba algo sudado y moreno. Yo empecé a sentir taquicardia. Quise marcharme de allí pero ya era demasiado tarde. No pude más y estallé de placer sobre su torso semi-desnudo.
En ese fatídico momento, entró Mercedes, impaciente, con un vaso de güisqui en la mano y contempló atónita la escena. Mi pene. Las manos de su novio. La mancha de semen sobre su camisa. Con los ojos inyectados en sangre, se acercó a mí y rompiéndome el vaso en la cara, gritó:
Te dije que solo un beso.
Me pusieron dos puntos de sutura. Le dije a mi novio que me habían intentado atracar camino de casa y aunque no sonó muy convincente, prefirió no saber más. Sintió cierta pena, eso fue evidente, pero ayudó en nuestra reconciliación.
Jordi y Mercedes cortaron, como era previsible. Lo supe por el Facebook. 
Al cabo de cuatro meses, me encontré a Jordi por la calle cogido de otra mujer. Era más guapa y más alta que Mercedes. Tenía el pecho más firme y una sonrisa hermosa. ¿Sería Jordi bisexual? ¿Sería otra relación de mentira?
Me paré a hablar con él. Por morbo y por necesidad. 
Veo que ya estás bien de tu herida. Siento mucho lo que te hizo Mercedes me dijo.
No te preocupes, casi no me ha quedado señal.
Ella es así. Siente las cosas a lo bestia. No razona. Por eso lo nuestro no funcionó.
Lo sé. Entendéis el amor de forma distinta.
—No tiene nada que ver con el amor —dijo. Está loca. Y no te pienses que es una santa. Me puso los cuernos con vuestro antiguo jefe un montón de veces... y yo siempre la perdoné.
Eso explicaba algunas cosas de lo que pasaba en aquella oficina.
En fin. Siento haberte tenido que meter por medio concluyó.
Tranquilo. Que seas muy feliz le dije.
Y me marché. 
Aquellas últimas palabras de Jordi se quedaron grabadas en mi cabeza durante días.
«Siento haberte tenido que meter por medio».
¿Qué quería decir con eso? ¿Me había utilizado para romper con ella?
Llegué a casa. Mi novio me esperaba con la cena preparada. Le di las gracias y un beso. Nos sentamos a comer.
¿Tú crees que el amor es más como una explosión o como un proceso? —le pregunté.
¡Qué pregunta tan rara!
Ya. Pero, ¿tú qué opinas?
Opino que el amor nace como una chispa que, con el tiempo, puede llegar a apagarse o puede llegar a explotar. 
Aquello tenía sentido. Jordi sabía que Mercedes nunca aceptaría una ruptura civilizada. Tenía que hacer algo que hiciera explotar la situación. Lo que no se esperaba, quizás, es que su explosión me costara a mí dos puntos de sutura.

COMO UNA EXPLOSIÓN:

31 de marzo de 2014

COMO UNA EXPLOSIÓN

«Algunas personas», decía Mercedes, «viven el amor como un proceso. Encontrar a alguien. Tener la primera cita y lo demás. Como si enamorarse fuera la construcción de algo en común». Tenía el pelo más largo de lo que yo recordaba y, por sus kilos de más, la ropa ajustada que había marcado su personalidad, ahora le hacía parecer ridícula. Fumaba mientras, con la otra mano, agitaba una copa de vino a punto de ser derramado. ¿Qué coño quería de mí? Yo escuchaba, paciente, con mi cerveza, en aquella terraza de la Rambla del Raval. «El amor funciona de una forma totalmente distinta para mí», decía. Se reflejaba el rojo del vino en sus ojos enormes. «En mi caso, simplemente, nace, desde dentro, y me desborda. Como una explosión».


Se llamaba Mercedes como su madre. Como su abuela. Igual que su bisabuela y todas las demás. Las mujeres de su familia estaban condenadas a cargar con ese nombre, sin espacio para existir por ellas mismas, arrastrando los fantasmas de todas las anteriores. Había sido mi compañera de trabajo durante tres años en una triste oficina. Vendíamos cosméticos por teléfono a salones de belleza. No estaba lo bastante bien pagado para lo deprimente que era. Mercedes solía sentarse detrás de mí. Recuerdo que me contaba en los ratos muertos sus citas o encuentros sexuales hasta que conoció a Jordi. A mí no me interesaba lo más mínimo ni Jordi ni sus ligues anteriores, pero era más entretenido que vender cosméticos.
¿Te acuerdas aquella vez que fuimos todos a cenar al Mussol?
Sí, claro dije, sin saber de qué me estaba hablando.
Es la cena de empresa más divertida que recuerdo.
Yo nunca iba a las cenas de empresa. Algunas veces, había ido a cenar con Jordi y ella y alguna otra pareja cuando teníamos más contacto. Quizás se confundía.
Miré la hora por primera vez. Le había dicho a mi novio que pasara a recogerme para que me fuera más fácil escaparme.
¿Cuánto llevas con él? preguntó.
Dos años.
¿Y todavía estás enamorado?
Sí dije, como se suele decir.
Me alegro. Eso no es fácil en el mundo gay.
Supongo contesté, evitando discrepar.
Miré sus pechos. Sin interés. Solamente me fijé un momento. Estaban allí. No los recordaba tan grandes. Ella parecía orgullosa de su tamaño. Su escote desafiaba las leyes de la física. 
Antes de conseguir, por fin, trabajo en una pequeña editorial, estuve a punto de ser despedido varias veces de la empresa de cosméticos. Mis estadísticas de venta eran pésimas. Pero Mercedes siempre me defendía y, por algún misterioso motivo, el jefe tenía muy en cuenta sus opiniones. Podríamos decir que gracias a ella, nunca me despidieron. Yo lo sabía y ella también. Y por eso estaba allí ese día.
Sonó su teléfono móvil y Mercedes respondió gritando:
¿Y ahora qué quieres, gilipollas? ¿No te he dicho que había quedado? ¿Y a ti qué te importa? No me da la gana. ¿Quién te has creído que eres? ¿Tú no te vas por ahí cada vez que te sale de los huevos?
Sus gritos llamaron la atención de las personas de las otras mesas. De los camareros. Disimuladamente o no, todos empezaron a mirar. La gente que pasaba por la calle se giraba. Mercedes cada vez subía más el tono.
¡QUEDO CON QUIEN ME SALE DEL COÑO! ¿TE HAS ENTERADO? ¡CON QUIEN ME SALE DEL COÑO!
El concepto había quedado claro para toda el área metropolitana.
¡Y NO SÉ A QUÉ HORA VOY A LLEGAR!
Colgó y tiró el móvil sobre la mesa.
Perdona, era Jordi me dijo.
Y al coger la copa de vino derramó un poco en el suelo. Se la terminó de un trago.
¿Te acuerdas de él?
Sí. Claro. 
—Bien.
¿Os habéis peleado?
No dijo. Pero su manera de entender el amor y la mía no tienen nada que ver.
Entiendo dije
La explosión. 
Miré el reloj por segunda vez.
Creo que me engaña.
¿Qué coño me importaba? ¿A dónde quería llegar con todo eso?
Necesito tu ayuda dijo, por fin.
—¿Ah, sí?
Llegó el temido momento.
Ya sabes que nunca te he pedido nada... en todo este tiempo.
Junté las manos. Había empezado a temblar.
¿Qué quieres? ¿Que lo siga?
No. Eso es una estupidez.
—¿Entonces?
—Creo que Jordi es gay —dijo. Y, por primera vez, bajó la vista al suelo.
—¿Gay? Pero, eso es imposible.
—Es solo una intuición pero estoy casi segura. Necesito que me ayudes a probarlo.

COMO UNA EXPLOSIÓN:
Segunda parte

26 de febrero de 2014

REACCIONES

Mi padre hace una pausa y carraspea al otro lado del teléfono. Me dice que están bien. Le digo que me alegro. Son las dos de la tarde y estoy tumbado en el sofá con la chaqueta puesta. Acabo de llegar de trabajar. Tengo que prepararme la comida. Comer. Ir al gimnasio. Ducharme. Escribir un artículo en mi blog. Comprar un regalo para mi hermana.
¿Cuándo celebramos el cumple? digo. ¿El domingo?
Sí dice mi padre.
Vale.
He manchado el brazo del sofá con los zapatos.
Y a ver cómo se lo explicas a tu madre...
¿A mí madre? ¿El qué? pregunto.
Eso que has escrito.
¿A qué te refieres?
Lo de que le has chupado la polla a tu jefe.







Quique se acerca con dos cañas de cerveza. Deja una justo delante de mí, derramando algo de espuma sobre la mesa. Quique tiene los dedos peludos. Es un chico tosco y masculino, muy moreno de piel. Me cae bien pero el pelo de sus dedos me obsesiona. Cuando me da la mano. Cuando compartimos un cigarrillo. Cuando me sirve una cerveza. Por lo demás, no es muy listo, pero es muy buena persona.
Es normal que piense eso dice acerca de mi madre.
Pero, ¿cómo voy a escribir un relato sobre hacerle una mamada a mi jefe y compartirlo con todo el mundo, si lo hubiera hecho de verdad?
Es que tal como lo explicas, parece de verdad.
Claro. De eso se trata.
No sé para qué te metes en estos líos.
Me inspiro en la realidad pero lo que escribo es ficción. Mi madre debería entender eso. 
Pues yo no lo entiendo y eso que me lo estás explicando.
Vamos a ver... ¡Pues eso! Que es lo normal. Que soy escritor.
¿Ah, sí? Yo no veo que hayas publicado ningún libro...
Porque no es nada fácil, publicar...
Quique agarra la copa de cerveza con su mano con pelos en los dedos y da un sorbo. Son las siete de la tarde.
Mira, no es tan difícil. Tu madre leyó que se la habías chupado a tu jefe y pensó que se la habías chupado a tu jefe. No sé de qué te sorprendes. Ahí lo ponías bien claro. 
¿Por escribir en primera persona ya tengo que ser yo?
La gente lo puede pensar. ¿Por qué no has puesto como que le pasa a otro...? ¿O a una chica? 
Queda mejor así.
Pues, entonces, te aguantas. Además, ¿qué más te da lo que piense tu madre?
Se pone muy pesada. Este domingo tengo que ir a comer con ellos. Es el cumpleaños de mi hermana.
Quique se rasca los pelos de los dedos con sus largas uñas negras.
Yo, en cambio, me di cuenta en seguida. Todos sabemos que tú no sabes jugar al tenis. 
Pero, ¿cómo te lo tengo que decir? ¡Que no soy yo...!
Bueno, ya... Pero parecía... Por lo demás, es bastante asqueroso...
Quique se rasca la nariz con los nudillos. Los pelos que sobresalen de sus orificios nasales se restriegan con los de sus dedos. Una vez. Otra vez. Tres y cuatro y cinco veces.
La realidad, en ocasiones, también es asquerosa -le digo.
¿Y qué? Lo que gusta a la gente son las historias normales. Invéntate algo más decente para la próxima vez. Si no, van a pensar que eres un depravado.
Pues el que piense eso es idiota.
Oye, no te pongas en plan capullo, ahora. Los buenos escritores aceptan las críticas.
Se acaba la cerveza de un trago y continúa:
¿Ya sabes qué le vas a regalar a tu hermana?

3
Son las once y media de la mañana. Estoy tomando un café, de pie, apoyado en la pared de la sala de descanso de la oficina, cuando se acercan Merche y María. Me dan algo de conversación trivial con una misteriosa sonrisa que no logro interpretar. Tras un minuto de conversación, Merche se aparta el flequillo con la mano y dice:
Por cierto, nos ha encantado tu relato.
¿De verdad? digo.
Sí. Es fabuloso continúa María, entusiasmada.
¿Os ha gustado?
Sí, sí, sí, sí dicen.
Vaya, pues me alegro.
Le doy un sorbo al horrible café de mi vaso de plástico.
Están muy bien este tipo de historias dice María.
A mí, incluso me ha excitado un poco dice Merche.
No me puedo creer lo que estoy escuchando.
Escribes fenomenal dice María.
Y es muy interesante dice Merche.
Gracias.
Hay que romper muros, ser transgresor, dejar atrás todo tipo de tabúes, hablar más de sexo... dice María.
Exacto. Como en Cincuenta sombras de Grey dice Merche. 
Y las dos se ríen tapándose la boca con la mano.
Tras un silencio algo extraño, les digo:
Bueno... pues me alegro que os haya gustado.
Sí, sí, sí... dicen.
Pero... dice Merche. Una cosa... ¿Es verdad?
¿Cómo? respondo.
Si... es verdad... dice María.
¿El qué?
¿Le hiciste una mamada al jefe? preguntan.

4
Es domingo. Mi madre ha cocinado canalones de carne con besamel. Ha invertido tres cuartas partes de la comida en reprocharme el contenido de mi relato. Al parecer, si decido escribir sobre esos temas repugnantes, debería asegurarme antes de que no pudiera haber quien creyera al leerlo que eso me ha pasado a mí de verdad. Mi madre no sabe quién es Charles Bukowski, ni Bret Easton Ellis, ni Michel Houellebecq. No sabe quién es Chuck Palahniuk, ni Irvine Welsh, ni Don DeLillo, ni falta que le hace. Pero me habla de la apariencia, de la decencia y de perjudicar a la familia y a mí mismo. Mi padre no abre la boca. Los canalones están deliciosos, como siempre. Le pido a mi madre disculpas y que me ponga las sobras en un tupperware.
Aprovecho que se va a la cocina para darle el regalo a mi hermana.
¿Qué es? me pregunta mientras lo abre. 
No sabía qué comprarte.
Lo desenvuelve con cierto nerviosismo. Rompe el papel.
¡Oh! dice con sorpresa, al fin ¡Cincuenta sombras de Grey! ¡Gracias! 
¿Te gusta?
No lo sé. Todo el mundo me ha hablado de este libro. Ya va siendo hora de que me lo lea, supongo.
Bueno, espero que lo disfrutes.
Mi hermana deja el libro encima de la mesa y me da un abrazo. Mi padre dice:
Apartad, que no me dejáis ver la tele.
Mi hermana me acaricia la nuca y me dice al oído:
No te preocupes por todo lo que te ha dicho la mama del relato. Era muy bueno. 
¿Sí? ¿Tú crees?
Lo importante es que te lean y no dejar indiferente. Que les interese lo suficiente la historia como para llegar hasta el final. Después, las reacciones que tenga cada uno... ya no son asunto tuyo.
Mi hermana me da un beso en la mejilla. 
Mi madre entra con el pastel de cumpleaños y empieza a cantar
Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz...
Mi padre sube el volumen del televisor.

1 de enero de 2014

LA FELACIÓN 2

Cuando lo cuento, me dicen que podría haberlo evitado. No entienden que no se trata de eso. La posibilidad de acabar follando con mi jefe se convirtió automáticamente en una obsesión después de que se quedara mirándome la polla en los vestuarios del club de tenis. Aquella idea tenía una fuerza imparable, un poder de atracción natural como el de una roca cayendo hacia el suelo. Pero no era una cuestión de deseo sexual. Se trataba de mi jefe. Un hombre divorciado, padre de dos niños, de ocho y diez años, amante del deporte y los coches de lujo. Cualquier persona en mi lugar se hubiera dado cuenta en seguida de que chuparle la polla era cometer un error terrible. Y, sin embargo, cualquiera lo hubiera hecho. Existe una fuerza mucho más poderosa que la atracción física: el deseo de autodestrucción. El ser humano es el único animal que prefiere dinamitar su propia vida antes que sucumbir en ella. La monotonía. El aburrimiento. La desidia del día a día. Esa es la cuestión. Mi jefe prácticamente tuvo una erección aquella mañana duchándose conmigo. Aquello propiciaba un detonante demasiado tentador. Nadie en mi lugar habría dejado escapar una oportunidad así. Tener la posibilidad de mandar, en un instante, toda tu vida a la mierda y no hacerlo es una proeza que solo está al alcance de unos pocos.








Me pagaban por pieza y, de paso, me tenían por el diario como chico para todo. «Es una gran oportunidad según los tiempos que corren», repetía como un mantra todo mi entorno. Puede que lo fuera. Pero yo me aburría y la mayoría de las cosas que me tocaba hacer las firmaba Redacción. Sin embargo, era el único becario de mi promoción que había conseguido entrar a trabajar en el medio en el que había hecho las prácticas. Mi jefe me dio su tarjeta el último día.
Llámame si necesitas algo me dijo.
Pero no lo hice. No soy ese tipo de persona. No hubiera sabido qué decirle.
Así que al cabo de un mes y medio, me llamaron ellos. Alguien de recursos humanos.
¿Estás disponible? Necesitamos a alguien de apoyo en web y para revisar teletipos.
El lunes siguiente ya estaba de vuelta. Mi jefe no tardó ni diez minutos en acercarse a mi mesa y preguntarme por qué no le había llamado. Le dije que tenía intención de hacerlo pero que no había encontrado el momento.
Desde que te fuiste no he encontrado a nadie que quiera venirse a jugar a tenis conmigo.
Eso era obviamente mentira.
Te tienen miedo bromeé.
¿Te apetece echar un partido este sábado?
Claro.

De repente, se había convertido en una rutina más. Casi parecía que estuviera dentro de mis obligaciones. Todos los sábados quedábamos en la puerta del club de tenis. Yo dejaba allí mismo aparcada la moto. Mi jefe dejaba el coche en su parking privado y después salía a buscarme para que entráramos juntos. Durante las primeras semanas, no ocurrió absolutamente nada. Ni miradas. Ni indirectas. Ni bromas de ningún tipo. Así que empecé a pensar que mi intuición había fallado. De vez en cuando, miraba a mi jefe a los ojos, después de la ducha, durante el desayuno, buscando un resquicio de intencionalidad. Sus retinas transmitían una inocencia y una ternura impropias de alguien de su edad. Algo había cambiado en él. O en mí.
Después de un mes, me hizo socio del club. Pagó mi cuota él mismo y me dieron un carné. En la redacción, los días transcurrían con una normalidad abrumadora. Casi no hablaba con mis compañeros. Me dedicaba a hacer mi trabajo. Los días de mucho estrés, mi jefe gritaba a algún redactor y se generaban intensas discusiones. Entonces, se acercaba a mí y me decía:
Necesitamos un descanso. Bájate conmigo a tomar un café.
Íbamos a la cafetería de la esquina y allí se desahogaba.
Al volver a la oficina, notaba una cierta inquietud en las miradas de mis compañeros. Yo llevaba mi homosexualidad con una discreción ejemplar. Sin embargo, percibían algo inusual en nuestra relación.

Fue otra vez en el vestuario cuando las cosas volvieron a complicarse. Normalmente, había poca gente cambiándose con nosotros. Aquella mañana, no había nadie. Mi jefe me estaba explicando una nueva aplicación para facilitar la lectura del diario en plataformas móviles o tabletas. Yo salía de la ducha mojado, con una toalla blanca del club enrollada a la cintura. Al pasar a su lado, dirigiéndome a la taquilla, resbalé. Mi jefe estaba criticando la ineptitud de algunos de nuestros informáticos y yo prácticamente caí desnudo en sus brazos. Se me desprendió la toalla como en una película porno de bajo presupuesto y mi jefe tuvo que sostenerme por detrás de la cadera. Fue un instante que duró un millón de años. Nos reímos. Creo que me puse colorado.
Desde entonces, volvió a mirarme de aquella manera. Me miraba cuando me daba la vuelta. Cuando me agachaba. Mientras me quitaba la camiseta. Me miraba siempre que pensara que yo no fuera a darme cuenta; pero lo notaba. Con el tiempo, fue a más. Se metía en la ducha de enfrente y me miraba a los ojos. Eran duchas individuales con una puerta de madera azul que cubría el cuerpo pero dejaba al descubierto la cabeza y los pies. Nos mirábamos fijamente mientras el agua resbalaba por nuestra piel. Muchas veces, sin hablar.
El último sábado de marzo, después de cuatro meses trabajando juntos, me llevó a un vestuario distinto. Tenía llave propia y era solo para nosotros. Aquello me alteró un poco. Me dijo:
Así estaremos más tranquilos.
Jugamos el partido. Gané yo. Normalmente, no ganaba. Eso le molestó. Dijo que habíamos contado mal los puntos. Abrió la puerta del vestuario. Entramos. Era muy pequeño. Nos quitamos la camiseta. De repente, me empujó:
Eres un tramposo. He ganado yo.
No estaba claro si aquello era una broma.
—Dilo.
Como quieras, a mí me da lo mismo dije.
Se bajó los pantalones frente a mí, quedándose totalmente desnudo. Yo no me moví. No dije nada. Casi ni respiré. Entonces, miré hacia abajo. Su pene estaba erecto. Le miré a los ojos. Él sonrió. Poco a poco, me agaché. Me puse de rodillas. Volví a mirarle a la cara. Seguía sonriendo. Así que empecé a chupársela.
Se la chupé un buen rato. Él parecía disfrutar. Yo disfruté lo que pude. No tenía muy claro qué sentir. Al cabo de un par de minutos, puse una mano sobre su nalga izquierda para ayudarme. Aquello no le gustó. Me agarró violentamente por el pelo y estiró con fuerza. Yo le solté de golpe. Entonces, dijo:
Oye, ¿tú no serás maricón?
Se escuchaba un grifo gotear a lo lejos.
Yo no me acuesto con maricones.
¿Qué se supone que tenía que responder a eso?
Decidí seguir chupándosela y, en seguida, me soltó. No tardó mucho en llegar al orgasmo. Eyaculó gritando el nombre de su ex mujer.
Has dejado que me corra en tu boca.
Lo siento, no he podido evitarlo.
«Ve a limpiarte», fue lo último que me dijo.

Cuando, al sábado siguiente, no me invitó a ir al tenis, me di cuenta que aquello se había terminado. En la redacción, me evitaba y, cuando necesitaba algo de mí, enviaba a alguien a hablar conmigo. Yo seguí haciendo mi trabajo lo mejor que supe. No busqué un acercamiento ni tampoco adopté el rol de despechado. Apenas tres semanas después de la felación, me llamaron de recursos humanos:
Nos gusta mucho cómo trabajas pero, ahora mismo, estamos justos de presupuesto. No tenemos más remedio que prescindir de ti. Lo sentimos.
El último día fue bastante duro. Todos mis compañeros se acercaron a hablar conmigo. Todos menos él. Trataron de animarme y me hicieron bromas.
A última hora, me acerqué a su mesa. Le dije que había sido un placer conocerle.
Igualmente dijo. Que tengas mucha suerte.
Su frialdad me quemaba por dentro.
Quise mirarle a los ojos por última vez, pero no levantó la vista de sus papeles. Quería comprobar si quedaba algo de lo que un día había visto en ellos.
Adiós le dije.
Y me marché, arrastrando por el suelo el poco orgullo que me quedaba.
Esperé, incluso, los meses siguientes, que volvieran a llamarme; pero nunca lo hicieron.
Acabé de camarero en un restaurante del centro. Trabajaba diez horas al día y me pagaban ocho.
Pero lo más patético no fue eso.
Lo peor fue darme cuenta, cuando ya no había solución, de que, además de cagarla, me había enamorado.

LA FELACIÓN:
Primera parte

5 de diciembre de 2013

LA FELACIÓN

En el mismo momento en que terminé de chuparle la polla a mi jefe, supe que había perdido mi trabajo en el periódico. Estoy hablando de chupársela, literalmente. No hacerle la pelota o darle la razón. Me refiero a meterme su miembro en la boca y lamerlo. No adularle, ni seguirle la corriente, ni reírle los chistes. Me refiero a hacerle una mamada. La felación que fue el principio de todos mis problemas.



Suele decir la gente que chupar pollas es la forma más rápida de labrarse un futuro acomodado. El problema es la pérdida de la dignidad de la persona, la integridad profesional, la decencia y la moralidad. Si queréis saber mi opinión: todo eso son chorradas. La gente habla mucho y casi nunca dice lo que de verdad piensa. Si realmente creyeran que chupando pollas se consigue algo en esta vida, habría muchas más personas a cuatro patas todos los días. Y más con los tiempos que corren.
Mi jefe era calvo, aunque solo tenía ocho años más que yo. Había empezado en el mundo del periodismo muy joven, combinando los estudios con prácticas en diferentes medios escritos. Era un gran redactor, con un instinto voraz y mucha personalidad. 
Me recuerdas a mí cuando empecé me dijo la segunda semana de tenerme por la redacción.
Me hablaba como si fuera un niño jugando a ser periodista.
Eres el mejor becario que hemos tenido en años.
Sus palabras me hacían sentir muy bien.
Al principio, no me pareció especialmente atractivo. Era un hombre que se cuidaba y hacía deporte. Eso estaba claro. Aunque olía demasiado a aftershave y, desde que se había divorciado, no combinaba bien el color de la corbata con el de la americana.
Yo nunca le había chupado la polla a un jefe. Y creedme si os digo que he chupado bastantes. Lo normal, supongo, para  un chico gay soltero en Barcelona. He chupado pollas grandes, pequeñas, circuncidadas. Pollas finas, las llamadas «pollas cabezonas» y hasta algún micropene. Se la he chupado a informáticos, músicos, ingenieros, arquitectos, camareros, perroflautas y hasta una vez a un banquero. Aunque lo cierto es que no es mi especialidad. Soy mucho mejor con las manos.
Mi jefe tenía las manos finas; de pianista, que diría mi abuela. Me fijé en ellas la segunda vez que me invitó a tomar un café. La primera vez, casi no hablamos. No sabía muy bien qué decirle. Le acompañé porque no estaba Ruth, la periodista de Política con la que solía bajar a fumar.
¿Te vienes a tomar un café? Te invito. No me gusta ir solo.
Ni siquiera se me pasó por la cabeza, al principio. Me habló de sus hijos. Nadie piensa en chuparle la polla a alguien que lleva fotos de sus hijos en la cartera.
La tercera vez que me invitó a café, me fijé en su boca. Tenía los labios finos y brillantes. Los dientes blancos y perfectamente alineados. Y una enorme lengua roja.
Tienes un gran futuro como periodista, te lo aseguro me decía. No solo escribes de puta madre. Además, eres rápido y nunca cometes dos veces el mismo error.
Gracias le dije.
—Parece mentira, a estas alturas de mi carrera... pero hasta me gusta leerte.
Si yo hubiera querido sacar provecho de la situación, nunca hubiera terminado chupándole la polla. Fue una cagada, lo digo en serio. Pensadlo un momento. Si yo hubiera sido consciente de lo que estaba pasando y hubiese querido aprovecharme, nunca hubiera traspasado la línea. El sexo siempre es una puta decepción que lo estropea todo. Si quieres conseguir algo, muéstrate como una posibilidad apetecible y alcanzable. Maneja bien tus cartas pero nunca dejes que termine la partida. Ahí es donde todo se va a la mierda.
La cuarta vez que mi jefe me invitó a café, me preguntó:
¿Juegas a tenis?
Yo no era malo en los deportes, aunque para ser bueno en tenis me faltaba mucha práctica. En mi barrio, te pegaban si jugabas a cualquier deporte que no fuera chutar una lata por la calle.
Me apetece jugar este fin de semana con alguien capaz de devolverme las pelotas con fuerza.
Ese era yo, por lo visto.
Y acepté.
Me llevó a un club en la parte alta de Barcelona. Tuve que ir previamente a comprarme una equipación decente en el Decathlon de L'illa Diagonal. Quería estar a la altura de las circunstancias.
Intenté no parecer demasiado paleto. Fui educado. Saludé a todo el mundo con el que nos cruzamos.
El partido fue informal, sin contar estrictamente los puntos. Duró unos noventa minutos.
—Te he dejado ganar —me dijo.
Pasé un rato muy divertido.
Dejamos las raquetas en la taquilla y entramos al vestuario. Estábamos muy sudados. Era mediados de junio. Empecé a quitarme la ropa despacio. Él me estaba contando una anécdota sobre Rafa Nadal. Yo escuchaba con una atención relativa. Trataba de asentir con la cabeza. Tardó algo más que yo en desnudarse. Llevaba un calzoncillo blanco de Armani. Era un hombre con poco pelo en el cuerpo y se le marcaban los músculo más de lo que había imaginado. Finalmente, se desprendió del slip, dejando al descubierto la marca del bronceado. Se dio la vuelta y pude verle el pene. Contaba con un tamaño más que razonable. Intenté comportarme con normalidad.
Hace mucho que no tenía un rival a mi altura me dijo.
Y, por un instante, su mirada recorrió mi cuerpo. De arriba a abajo. En un segundo. Desde el cuello hasta los pies, deteniéndose brevísimamente en mi entrepierna. Y, después, siguió con lo suyo.
Fue una mirada corta pero totalmente reveladora. Y entonces, todo cambió.
Yo quería luchar contra los pensamientos que, de pronto, habían nacido en mi cabeza, pero, en el fondo, sabía que acabaría teniendo con él relaciones sexuales de algún tipo y que no podía hacer nada por evitarlo.

LA FELACIÓN:
Segunda parte

19 de noviembre de 2013

CONDICIONES

"Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros" (Groucho Marx)

Cuando el jefe llamó a Cándido al despacho por segunda vez aquella mañana, pensó que era para despedirlo. Cándido tenía un problema de autoestima por el que era incapaz de decir que no a las peticiones de la gente.
Cándido, ¿puedes volver a hacer estos informes para asegurarnos que son correctos?
¿Puedes hacer mi parte de la faena para poder ser puntual en mi cita de esta tarde?
¿Puedes ir a buscar a mi abuela al hospital y llevarla a casa?
¿Puedes prestarme dinero para putas?
¿Puedes dar la cara por mí?
¿Puedes hacer todo lo que yo te pida?
Cándido decía que sí de forma sistemática por un arraigado miedo al rechazo que arrastraba desde la infancia. Después, en privado, criticaba despiadadamente a todos los que le pedían cosas por aprovecharse de su bondad de forma tan descarada. «No se le puede echar tanto morro a la vida», pensaba. El mundo, según lo entendía Cándido, era un agujero hostil lleno de aprovechados. Un nido de ratas ególatras. Una colmena de inútiles que solo pensaban en su propio beneficio. Eso incluía a sus amigos. A su exmujer. A sus hijos. A sus compañeros de trabajo. Y, especialmente, a su jefe.
La primera vez que le llamó al despacho aquella mañana, sabía que era para pedirle algún tipo de favor.
«Yo no soy como ellos», pensaba Cándido. «Por eso, siempre me llama a mí».
Era un miércoles a las once menos cuarto. A Cándido le gustaban los miércoles porque sentía el fin de semana más cerca, aunque prefería los jueves y los viernes. Llevaba un traje gris y una corbata roja, como todos los miércoles que no estuviera nublado. Antes de separarse, su mujer elegía la ropa por él. Lo hacía por su bien, para que no fuera de cualquier manera. Pero, desde que ella decidió marcharse llevándose el coche y los niños, Cándido había establecido un patrón de vestuario. Cada traje correspondía a un día de la semana y solamente tenía como variables el sol y la lluvia, el frío y el calor.
Necesito pedirte un favor empezó su jefe.
Cándido llevaba haciendo favores a la empresa desde que le habían contratado, esperando una subida de sueldo que nunca llegaba.
Necesito que a partir de ahora trabajes dos horas más todas las tardes.
Su empresa se dedicaba a vender material de oficina. No tenía taller. Era una especie de intermediaria entre los fabricantes y el comprador final. Desde que había empezado la crisis, habían bajado mucho los beneficios y su jefe había empezado a pedir cada vez más cosas.
¿Puedes venir a trabajar este domingo?
¿Puedes ir a cenar con el cliente de Logroño que esta semana está en Barcelona y tratar de convencerle de que nos haga más encargos?
¿Puedes intentar ser el doble de productivo en la mitad de tiempo?
Con la amenaza de un posibles expediente de regulación de empleo, cada vez les exigían más.
Cándido pensaba en su exmujer y en sus dos hijos. O, mejor dicho, en la pensión que les pasaba cada mes. Y en la hipoteca que, de un tiempo a esta parte, estaba pagando él solo.
Solo será una temporada, hasta que las cosas mejoren continuó su jefe.
Cándido empezó a sudar.
Pero, ¿me pagaréis las horas extras? preguntó.
No, Cándido, lo siento pero no te las podemos pagar. Ya sabes que estamos muy mal. Tenemos que hacer un esfuerzo entre todos.
—Disculpa dijo Cándido poniéndose en pie—, pero tengo que decirte que no. No pienso trabajar gratis.
Su corazón iba a cien por hora. Era la primera vez en su vida que hacía una cosa así. Se dio la vuelta y salió del despacho huyendo de la situación que había provocado. Le temblaban las manos. ¿Cómo se le había ocurrido decir eso?
Durante la siguiente media hora, pensó en volver y pedir disculpas. En aceptar antes de que fuera demasiado tarde. Temió por las consecuencias. Pero el volumen de trabajo que tenía le impidió tomar una decisión definitiva.
Al cabo de una hora, su jefe le volvió a llamar al despacho. Cándido estaba blanco. Su corazón bombeaba con fuerza pero su sangre no iba para ningún lado.
Siéntate le dijo.
Notó un escalofrío en la sien.
Disculpa mi actitud de antes dijo Cándido, pero es que no estoy pasando una buena época.
Lo sé, Cándido. No te preocupes. Lo he estado pensando y creo que podemos encontrar una solución que nos beneficie a todos.
Cándido sacó un pañuelo blanco y se secó el sudor de detrás del cuello.
¿Qué te parece si te pagamos la mitad de las horas y el resto las acumulas como horas de compensación? Así puedes pedirte días libres si lo necesitas más adelante.
Cándido dejó de temblar. Empezó a sentirse poderoso.
No, no se atrevió a decir, escucha. Quiero que me paguéis todas las horas y, además, quiero seguir saliendo los viernes a mi hora habitual.
Su jefe tenía una mirada temblorosa, algo que Cándido nunca había observado. Aunque una parte de él ya se estaba arrepintiendo de todo aquello.
Me lo estás poniendo difícil dijo, acariciándose la barbilla.
Lo siento, pero esas son mis condiciones.
Su jefe levantó una hoja de papel de encima de la mesa para leer unos garabatos que había escritos debajo. Cándido pudo intuir unos números, como si su jefe hubiera estado haciendo cálculos.
Podría aceptar tus condiciones dijo, pero no podemos pagártelas como horas extras.
Las horas extras tenían un recargo del 25% sobre el valor ordinario, según convenio.
—Te las pagaremos como horas normales continuó—. Y va a tener que ser en B y no cada mes, sino cuando podamos.
Aquello para Cándido sonaba bastante bien.
De acuerdo dijo.
Y estrechó la mano de su jefe.
Salió del despacho pisando con la fuerza de un emperador. Miraba el mundo como si hubiera salido el sol de pronto. No había aceptado lo que su jefe le había pedido: había dicho que no. Había puesto condiciones y se las habían aceptado. Cándido sintió que empezaba una nueva etapa. No pensó en que le iban a pagar menos de lo que legalmente le correspondía. No pensó que aquello en realidad era injusto. Para él, era el logro de su vida. No se daba cuenta que su pequeño triunfo era en realidad una derrota de la historia.