7 de septiembre de 2013

LA MANZANA DE CRISTAL: Butterflies & papagayos

"Cuanto más se eleva el hombre, más pequeño les parece a los que no saben volar" (Friedrich Nietzsche)


Tenía la firme convicción de que todo el mundo se consideraba una buena persona. Incluso los individuos más deleznables que podía imaginar -estaba seguro- tenían una buena razón para actuar como lo hacían, según su punto de vista. Por eso, verme como a un ciudadano ético y honrado, en definitiva, no significaba nada.

Mientras encendían los motores, en la televisión del avión emitían un vídeo en el que un grupo de mariposas aleteaban de flor en flor a cámara lenta. Acompañaba a las imágenes una sintonía polifónica similar a la que usaba mi fisioterapeuta. Me aferré fuertemente a los brazos de mi asiento. Aquella mierda era incapaz de relajarme. Todo lo contrario. Me arrepentí de no haber llevado unas pastillas de Orfidal. El caso es que no salí de casa con nervios, pero todo el rollo del aeropuerto me hizo sentir vulnerable.

Si eras un chico joven que viajaba solo y sin reserva de hotel, tenías todos los números para ser sometido a un control. No tenía nada que ver con el color de tu piel, ni con tu poder adquisitivo. Era una especie de ruleta rusa de las aduanas en las que siempre pringábamos los mismos. Primero fue un interrogatorio absurdo en la terminal para que me imprimieran el billete. Después, el registro al que sometían a todo el mundo. Pero, cuando ya creía que había pasado lo peor, un trabajador del grupo de seguridad del aeropuerto me sacó de la fila de pasajeros que esperábamos para subir al avión.
Disculpe, tiene usted que acompañarme un momento.
Control aleatorio, lo llamaban.
No le puse buena cara, lo reconozco. Pero no creo que fuera peor que su insípida expresión de bulldog castrado.
Me llevó a una sala con un taburete, una silla y una camilla que había detrás de una cortina negra. Se sentó delante de mí y me preguntó si había tenido conmigo mis pertenencias todo el tiempo.
Sí contesté.
Era un tipo de brazos fuertes y barriga de albañil. Con pelos en las manos. Algunas canas y una calva prominente pero no definitiva. Sacó del bolsillo de atrás de su pantalón unos guantes de látex.
Hay que esperar a que venga el guardia civil.
Tenía aspecto de que le gustaran las mujeres, aunque algo en su mirada me decía que podría disfrutar comiéndose una buena polla, así que no descarté que acabara metiéndome sus gordos dedos por el culo.

Llegó el guardia civil acompañado de una mujer vestida de negro. Ella registró mi mochila con desprecio, mientras yo tuve que quitarme los zapatos, encender mi móvil y mi cámara de fotos y explicar qué demonios iba a hacer a Nueva York.
Voy a visitar a un amigo.
¿Tan jodidamente difícil era de entender?
El guardia civil ni siquiera me miraba, como si todo aquello no fuera con él. Era una mezcla entre un chiste viejo y una de esas películas porno light que vendían en los videoclubes cuando yo era pequeño.
La paradoja era cómo toda aquel despliegue de seguridad me hacía sentir totalmente desprotegido.
Indefenso.
Desamparado ante el sistema.
Ya puede irse.
Ni siquiera recogieron las cosas que habían sacado de mi mochila.

En el monitor del avión, ya no había mariposas. Habían sido sustituidas por una bandada de papagayos haciendo piruetas. Era totalmente crepuscular. La hilo musical había mutado a lo que podría ser la banda sonora de Rapa Nui: la música que uno debía escuchar en su cabeza justo antes de morir.

De pronto, al final del pasillo, apareció un hombre tan gordo como para tener que caminar de lado para no golpear los asientos con su cuerpo. Desde que vi acercarse su oronda figura, supe que se sentaría a mi lado. Es el tipo de suerte que solía acompañarme en los viajes de larga distancia. El tipo dejó un maletín en el suelo y trató de encajar su culo en el asiento. Yo lo veía imposible pero él, que debía conocer mejor su complexión, no parecía dispuesto a rendirse.
Primer intento.
Uno de los papagayos, uno blanco, en el monitor, guiñaba un ojo a la cámara y después daba una voltereta.
Yo quería preguntarle a mi obeso compañero si, como yo, creía que en algún momento de la historia se había sustituido la iconografía necrófila por un papagayo montando en bicicleta y un grupo de mariposas polinizando el campo.
Segundo intento.
Temí por la seguridad del vuelo.
«Se da cuenta», quería decirle, «que todo aquel rollo de la luz al final del túnel es ya una metáfora obsoleta. Nada de la oscura dama de la guadaña. Ni la balsa de Caronte. Un loro con la cresta de colores».
A la tercera, encajó, desbordando sobre mi asiento parte de su superficie corporal. Aquel culo era más grande que mi equipaje de mano.
Me miró y sonrió.
Yo sonreí.
No había duda. Íbamos a morir.
Recordé una vieja estadística que dice que la mayoría de accidentes de avión suceden durante el despegue. Los motores rugían como si fueran a explotar. El avión vibraba como si fuera a romperse en pedazos.
El papagayo en la tele se columpiaba en la rama de un árbol.
Se me recordaría por fenecer junto al récord mundial de carne acumulada por metro cuadrado. Aquellos podían ser mis últimos minutos de vida y llevaba en la mano un libro de mierda. Mi epitafio rezaría: «Era un buen chico, pero tenía un gusto pésimo para la literatura». O peor: «Era el sueño de su vida, pero nunca llegó a ver Nueva York».

LA MANZANA DE CRISTAL:
Jet lag
Starbucks
Personajes
Let's go yankees
Six-pack
Capítulo final

1 comentario:

Anónimo dijo...

Fantasía, exageración o realidad!?

Mansergo