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Desde que he vuelto a casa no sé sobre qué escribir. Y no es por falta de temas. Lo que pasa es que todo me resulta todavía tan extraño que soy incapaz de describirlo. Parece que se me haya olvidado vivir. Y no quiero escribir cada semana: "Hoy he estado a punto de morir atropellado por mirar hacia el lado contrario. Otra vez". Me aburre. Y no quiero escribir desde la tristeza porque ahora mismo tengo muchos motivos para ser feliz.
Por eso me subo a la primera burbuja optimista que pase flotando. Te subes. La exprimes al máximo y luego vuelves a la tierra. A la nada. El problema de haber vuelto es que no he vuelto a mi vida. Ahora es verano. No estudio ni trabajo. Es vacaciones: mi no-vida. Volver a mi no-vida es muy confuso. Además, después de haberlo compartido todo con alguien, ahora en la distancia, todo me sabe a su ausencia, en todo me falta. Sin tristeza. Sólo con ganas de verle.
Así, también me falta en cada gol, en cada penalti, en cada saque de banda. Eso no suena muy romántico, pero lo es. Afortunadamente, ahí está mi padre para amenizarlo; sin camiseta, sudoroso, oliendo a padre; con su barriga de padre rebosando el calzón de estar por casa. Gritando conmigo cada pase, sea malo o bueno. Esos momentos en que, curiosamente, se le pierde el respeto pero se le quiere más. Momentos. ¿Y luego qué?
Por eso me subo a la primera burbuja optimista que pase flotando. Te subes. La exprimes al máximo y luego vuelves a la tierra. A la nada. El problema de haber vuelto es que no he vuelto a mi vida. Ahora es verano. No estudio ni trabajo. Es vacaciones: mi no-vida. Volver a mi no-vida es muy confuso. Además, después de haberlo compartido todo con alguien, ahora en la distancia, todo me sabe a su ausencia, en todo me falta. Sin tristeza. Sólo con ganas de verle.
Así, también me falta en cada gol, en cada penalti, en cada saque de banda. Eso no suena muy romántico, pero lo es. Afortunadamente, ahí está mi padre para amenizarlo; sin camiseta, sudoroso, oliendo a padre; con su barriga de padre rebosando el calzón de estar por casa. Gritando conmigo cada pase, sea malo o bueno. Esos momentos en que, curiosamente, se le pierde el respeto pero se le quiere más. Momentos. ¿Y luego qué?
La protagonista de Rebeca, la mujer sin nombre, soñaba que volvía a Manderlay. Un lugar lleno de fantasmas que había supuesto para ella una cárcel, una pesadilla. Ese lugar que, sin embargo, fue la realización de todas sus aspiraciones, sus más profundos anhelos. Un hogar opresivo, sobreprotector, pero un hogar al fin y al cabo. Un lugar con el que soñar con volver. Todos tenemos nuestro Manderlay personal. Mientras escribía este post mi mente estaba allí. Entonces he entendido que Manderlay no es un lugar. Es un estado de ánimo. Esa sombra que perdura más allá de los incendios y de su propia destrucción. Ese pasado tan presente. Lo que te persigue en sueños. Ese miedo: Manderlay.