29 de abril de 2013

EL CIELO AMARILLO

"En serio, creo que es el mejor cumplido que se le puede hacer a un hombre. Mirar a su vida y decir: está bien. Este tipo hace las cosas bien" (Take Shelter)

1
Aquella mañana, el cielo estaba amarillo. Gonzalo odiaba el color amarillo. Su color preferido era el rojo. Su dulce favorito, el chocolate. A mí, el amarillo me daba igual. Yo no tenía color favorito. Tenía unas zapatillas amarillas. Tenía dos camisetas amarillas, pero también tenía de otros colores. Salí a la calle temprano y miré hacia el cielo. Amarillo. Qué extraño. Parecía como si a Dios le hubiera dado por ponerle al mundo filtros de Instragram. Filtro Valencia. Filtro Sierra. Filtro Toaster. 
Llovía un poco pero no llevaba paraguas. Yo nunca llevaba paraguas. Llevaba una boina con visera que compré en Londres. Era finales de abril. Hacía frío.
Entré en la oficina algo temprano. Colgué mi chaqueta y mi boina en el perchero. Saludé a mi jefe. Les dije a mis compañeros:
—El cielo está amarillo.
—Sí —dijo alguien.
Y todos siguieron mirando a sus ordenadores. 
—¿Os parece normal? 
—Es la contaminación —dijo mi jefe. 
Yo dije: "Ah". 
Suponía que Barcelona había estado tan contaminada el día anterior y la semana pasada. ¿O es que se había súper-contaminado de golpe? ¿A partir de ahora sería siempre amarillo el cielo en Barcelona? Gonzalo odiaba el color amarillo. 

2
Durante mi descanso, no fui a la cafetería como siempre hacía; me quedé mirando por la ventana. Intenté hacer una foto al cielo amarillo con el móvil pero la imagen salía normal en la pantalla de mi Iphone. Para que se viera igual que la realidad, tenía que manipular la imagen. Ponerle algún filtro. No tenía ningún sentido. Envié un tweet gracioso al respecto. Fui a sacar un café de la máquina. Era malo como beber el agua de fregar los platos con azúcar. Volví a la ventana. 
Uno de los accionistas de la empresa, se puso a mi lado a mirar también por la ventana. Yo sabía que era uno de los accionistas porque llevaba un traje azul y una corbata naranja. Yo llevaba una sudadera verde y unos pantalones vaqueros. 
—Lloverá agua radiactiva.
—¿Qué?
—Tiene toda la pinta de ser una tormenta de lluvia ácida.
No era una broma porque no se estaba riendo. Ni siquiera me miró. Aunque eso no significaba que tuviera la menor idea de lo que estaba diciendo.

3
Conocía a Gonzalo desde hacía diez meses. Era mucho. O poco. Según con quién lo hablara. Él trabajaba a cuatro manzanas de mi oficina. El cielo estaba cada vez más amarillo. Volteé la silla de mi escritorio y me dirigí a mi jefe: 
—¿Y si de verdad empieza a llover agua radioactiva?
—Es imposible —dijo mi jefe, con su escepticismo habitual.
—¿Y si empiezan a caer langostas como dice la Biblia? ¿No quieres ir a estar con tu mujer y tus hijos?
—Tiene más pinta de ser un fallo de Matrix —contestó.
Por primera vez en mi vida, me hacía gracia una broma de mi jefe.
—¿Qué quieres? —preguntó girándose, por fin.
—Me gustaría salir antes.
—¿Por qué?
—No todos los días se pone el cielo amarillo.
—Vete, si quieres —dijo—. Pero mañana lo recuperas, da igual de qué color esté el cielo.
Recogí mis cosas con torpeza. Apagué mi ordenador. Cogí mi chaqueta y mi boina con visera. Bajé en ascensor. Dije adiós al portero y salí a la calle. No sólo era el cielo. Todo estaba impregnado de amarillo. Los edificios. El aire. Los coches. Las caras de la gente. Era como si fuéramos a difuminarnos poco a poco en un tono gualdo hasta desaparecer. Un fin del mundo hipster, poético y sin dolor. Quizás no tenía demasiado tiempo. 
Crucé el paso de peatones corriendo, con el semáforo en rojo. Caminé dos manzanas. Entré en una pastelería y compré una caja de bombones. Una caja de color rojo, su color favorito. Amaba el chocolate. Corrí desesperadamente. Empezaba a llover cada vez más fuerte. Me pareció que aquella lluvia no olía normal pero tampoco me quemaba la piel ni la ropa. Corrí y corrí hasta, por fin, llegar a la puerta de la oficina. Le llamé por teléfono y le pedí que bajara un minuto. Le dije que tenía una cosa para él.
Intentó saber más sobre lo que estaba pasando pero no quise decirle nada y colgué. Al cabo de tres minutos salió a la calle. Yo estaba empapado en aquella extraña lluvia y también la caja de bombones roja. Extendí el brazo y le dije: 
—Toma.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me dijo.
De pronto, nada de aquello tenía sentido. Pero ya era demasiado tarde.
Le dije: Gonzalo, te quiero.
Y el cielo, poco a poco, recobró su color de siempre.

28 de abril de 2013

EL CUERPO DE LA MUJER MADURA

"Soñar con ser actriz es más emocionante que serlo" (Marilyn Monroe)


Perdida en algún lugar entre los cuarenta y los sesenta años, rubia oxigenada, se quita el pareo descubriendo ante mis ojos sus tobillos de elefanta. No es que me importe demasiado que lo haga, ni cómo sean sus piernas, pero ahí están, entrando en el jacuzzi desafiantes, una detrás de otra, perfectamente depiladas y tan blancas que pueden verse tras su piel las venas como al trasluz de una hoja de papel. 
—¿Verdad que me conservo bien para mi edad?
Sus tobillos rebosantes de carne ya bucean bajo las burbujas aguantando el paso de los años mal llevados. No sé si se conserva bien. Depende de la edad que tenga. Solo sé que no le circula bien la sangre y que sus manos están llenas de arrugas. Está nublado y, aunque el agua está caliente, estoy empezando a temblar. 
—Te conservas... bien, claro —digo. Como se conservan las albóndigas en sus latas amontonadas en los armarios de las despensas. Lleva un collar de perlas blancas y un bañador de una pieza de color azul celeste. Yo estoy sentado sobre un chorro de agua. Puede que se ponga a llover. No debería haber venido, pero ella insistió. Me llamó y me dijo que teníamos que hablar sobre una audición para un papel en una película. Hacía un año que no nos veíamos. Por lo menos cinco meses que no me ofrecía presentarme a ningún papel. Las plantas de la terraza estaban amarillas.
—Cuando mi marido se fue, pensé que era el fin del mundo. Que yo era demasiado mayor para volver a empezar y todo eso. Pero mírame. Estoy buenísima.
Buenísima. Como una magdalena pasada de fecha flotando en un vaso de leche. 
Llevo un bañador que me ha prestado -de su hijo o de su ex marido- dos tallas demasiado grande. Las burbujas están consiguiendo inflarlo hasta el punto que creo que podría perderlo en cualquier momento. Mi representante, con el glamour de una vieja gloria del cabaret, me señala su anillo.
—Todavía llevo puesto el anillo de casada, ¿ves?
—Sí.
—Pues me lo quiero quitar, pero mis manos han cambiado y ahora no puedo sacarlo. Voy a tener que ir a un especialista.
—Entiendo. 
No entiendo nada. ¿Especialista?
—He probado con jabón, con lubricante... Es muy angustioso. Un reflejo de lo que fue mi matrimonio.
Un especialista en sacar anillos de manos gordas.
Los dedos de sus pies, con las uñas pintadas de rojo amapola, rozan sigilosamente mi rodilla. No pide perdón. No es un accidente. 
—Entonces, ¿cómo está la cosa? Hace por lo menos seis meses que no me llamas. 
—Pues muy mal, ya lo ves. La crisis. Es por eso que ahora ya no quiero dedicarme más a la publicidad. Solo quiero llevar actores. Actores y actrices. Nada de modelos. Solo películas y televisión.
Cuando la conocí 2005 se quejaba de lo mal que estaban pagando las agencias de publicidad desde el atentado de las Torres Gemelas. Me cogieron para un anuncio al que me presenté por casualidad y necesitaba un representante. Después rodé unos cuantos anuncios seguidos. Algún videoclip. Después rodé unos cuantos anuncios más. Ahora hace dos años desde mi último rodaje y el pie de mi representante busca mi pene abrumado entre burbujas y los pliegues de tela de este bañador de flores.
—Tú no tienes nada. Además, empiezas a ser demasiado mayor —me dice.
—Es probable.
—Pero tienes una sonrisa bonita, eso sí —continúa. Quizás es un piropo—. Y una mirada interesante. Eso atrae a las marcas. Por eso, les gustas. Y porque eres muy fotogénico. Un tipo normal pero con encanto.
Al descubrir que su pierna es demasiado corta para llegar hasta mí, la retira. Tengo la piel de gallina. He empezado a estornudar. 
Sus pechos son muy grandes. Sus pechos de haber amantado a varios hijos. Su escote tiene manchas. Es un escote arrugado. 
—Pero cada vez se rueda menos. Y cada vez menos en España. Ahora se van a Europa del este o por ahí —concluye.  
Se llena de agua las dos manos y se moja el pelo en un gesto pretendidamente sugestivo. Me regala un pestañeo sensual. 
—¿Tú crees que soy atractiva?
Es una pregunta trampa detrás de otra.
—Por supuesto. Muy guapa. Para tu edad.
Que no tengo ni idea de cuál es. Mi representante sonríe y sus ojos se cierran tras un abanico de patas de gallo.
—Gracias. Es por eso que te he llamado.
Si espera tener sexo para que me ofrezca lo que sea que quiere ofrecerme, podemos pasarnos días en este jacuzzi ridículo hablando de estupideces. 
—Me comentaste algo de una audición para una película —digo.
—Exacto.
—Ya sabes que yo ya no actúo. Bueno, puedo hacerlo. Si es una buena oportunidad... Pero ya hace tiempo que me dedico más a escribir. 
—Lo sé.
Se le ha corrido el rímel. La pintura negra de su máscara de pestañas se desliza dramáticamente por sus mejillas como las lágrimas negras de una mujer rozando la crisis nerviosa.
—Yo siempre he querido ser actriz —dice—. Actriz de cine. Creo que tengo madera. En fin, siempre me ha gustado pero nunca me lo he permitido.
—Comprendo.
¿Qué pretende con todo esto?
—Tengo ganas de hacer cosas.
—Eso está muy bien. 
Se acerca a mí rodeando el jacuzzi. Pone su mano sobre mi hombro. Está helada.
—¿Hay alguna película, entonces? —insisto. Quiero terminar cuanto antes.
—Sí. 
No tengo escapatoria.
—¿Y de qué papel se trata?
—De una mujer más o menos de mi edad. Es una co-producción con Francia.
—¿Una mujer?
—Sí.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Me gustaría que me ayudaras a preparar el papel. Voy a presentarme a la prueba.
Una de sus uñas se me está clavando en el cuello. Probablemente, ella no se da cuenta. 
Una nube relampaguea a lo lejos. Sonrío. No sé qué decir. Titubeo. Pestañeo. Me rasco el brazo. 
—¿Vas a ayudarme, verdad?
Y no digo nada. Y luego toso. Y luego digo: «».
Aunque no quiero hacerlo y tengo miedo y, a lo lejos, se escucha estallar un trueno.

16 de abril de 2013

CURIOSIDAD

"Todo el mundo tiene una pena de amor que dormita en el fondo de sí mismo. Todo corazón que no está roto no es un corazón" (13'99 euros de Frédéric Beigbeder)





1
Entré a su perfil de facebook sin agregarle como amigo. Se podían ver algunas de sus fotos. Una foto con gafas de sol en el banco de un parque. Una foto con un cubata en la mano en la barra de una discoteca con otros dos amigos. Dos fotos en la playa. Una foto en el espejo del baño sin camiseta. Con la taza del váter detrás. Con el rolllo de papel higiénico. Una foto de cuando era pequeño. Solo con su nombre y su apellido, descubrí que estudiaba una ingeniería en la Universidad de Barcelona. Que le gustaba Michael Jackson y Pesadilla en Elm Street. Que le gustaba El príncipe de Bel-Air. Que estaba soltero y le interesaban las chicas. Su fecha de nacimiento. Su edad. Era un chico de mi gimnasio. No pretendía nada con él. Ni siquiera se me ocurriría hablarle. Era un tonto del culo. Pero llevaba un programa de entrenamiento en la mano donde podía verse claramente su nombre y su apellido. En unos pocos minutos ya sabía que había estado de vacaciones en Punta Cana. Que tenía un perro llamado Harry. Y una hermana más pequeña. Y una moto. Que trabajaba en una tienda de ropa. Y no me interesaba, en realidad, nada de todo aquello. Pero ahí estaba y el chico era muy guapo. Y yo sentía curiosidad.

2

Una vez visité su perfil de facebook y vi todo lo que se podía ver sin agregarle (que era más de lo que pensaba, en principio), ya tenía la sensación de conocerlo. Como si fuera uno de esos viejos amigos del colegio que has dejado de saludar. Me cruzaba con él en la sala de pesas y pensaba: «Tus padres tienen una casa en Esparraguera». Me cambiaba junto a él en el vestuario y pensaba: «Te gusta el Barça y las discotecas del grupo Matinee». Pero no nos decíamos nada. No nos mirábamos.
—¿Y cuál es el problema? —preguntó mi amigo Jota. 
—Siento como si hubiera hecho algo malo.
—No digas tonterías, eso lo hace todo el mundo.
—¿De verdad?
—Pero, ¿de dónde sales tú? Ese chaval sabe perfectamente lo que sube a facebook y su nivel de privacidad. Y si no lo sabe, es su problema. 
Estábamos tomando un café, como de costumbre, en un bar de Sant Antoni.
—Ya lo sé. Ni siquiera he descubierto nada importante. Pero el hecho de saber tantas cosas de él me hace sentir un poco acosador. Como de desesperado. De amargado de la vida, antisocial.
—Estás exagerando. Hoy en día, todos hacen lo mismo. Todo el mundo busca a todo el mundo. Lo primero es buscarse, hablar es secundario. Si no estás en facebook, no existes. Si no lo cuentas en facebook, no te ha pasado. No se trata de cómo estás, sino de cuál es la última actualización de tu estado.
—No sé... Tiene que llegar un momento en que la gente se canse del facebook.
—¿Es que te piensas que a ti no te ha buscado nunca nadie?
Yo utilizaba mi nombre real en facebook. No se me ocurría ningún motivo para no hacerlo. No tenía nada que ocultar. No subía nada demasiado privado, ni demasiado personal, ni demasiado de nada.
Pedí la cuenta al camarero. No llevaba nada suelto, así que decidí invitar a Jota.
—¿Puedo pagar con tarjeta?
—Claro, no hay problema —dijo el camarero. Tomó mi tarjeta de crédito, se la quedó mirando. Era una Visa con un diseño especial simulando un pantalón tejano. 
—La próxima, te invito yo —dijo Jota.
El camarero me entregó el recibo y la tarjeta.
—Muy chula —dijo.
Era rubio, un poco amanerado.

3

Por la noche, fuimos a un bar de copas. Era jueves pero había bastante gente. Jota se puso a hablar con un chico de Liverpool que estaba de vacaciones. A mí, no me apetecía tener una conversación en inglés aquella noche. Estábamos sentados en la barra. Le di un par de sorbos a mi gintonic. Un chico se sentó a mi lado y pidió un vermú. 
—Hola.
—Hola.
—¿Cómo estás?
—Bien. Aquí.
—Tu amigo te ha dejado colgado. 
—No. Qué va. Estoy bien.
—Ah.
Al parecer, no teníamos muchas cosas que decirnos.
—¿Cómo te llamas?
Le dije mi nombre. 
—¿Y de apellido?
—¿Para qué quieres saberlo?
El chico se rió. Casi se puso colorado. 
Lo siento, pero no me interesas —dije.
—No seas borde. Yo me llamo Luis.
—Encantado, Luis.
—Tú tienes un blog, ¿verdad?
De pronto, me sentí como un escritor famoso.
—Tengo un blog, sí.
—Lo he leído... Bueno, lo leo a menudo. La verdad es que me gusta mucho lo que escribes. Es muy... gracioso.
—Gracias. Hago lo que puedo. ¿Cómo es que conoces mi blog?
Todo aquello daba un poco de miedo.
—Tenemos un amigo en común en facebook.

4

Llegué solo a casa. Estaba cachondo. Después de pasar la noche hablando en el mundo real con dos o tres personas reales, el facebook no me parecía tan malo. Tiré la chaqueta sobre la cama y las llaves sobre la mesa. Encendí el ordenador. Fui a por un vaso de agua. Estaba bastante mareado. Había conectados tres amigos. Los tres solteros. Tres tristes tipos conectados al facebook. Tres tristes corazones solitarios. Tres fracasados, como yo. Tres corazones rotos. 
Busqué otra vez al chico del gimnasio. Busqué sus dos fotos de la playa. Me bajé la bragueta. Empecé a masturbarme. Tenía sueño, pero mi polla estaba más dura que nunca.
En ese momento, llegó una solicitud de amistad nueva. 
¿A estas horas? ¿Quién coño puede ser? —murmuré.
Se llamaba David. Era un chico rubio. No quise agregarlo, pero me sonaba su cara. Le escribí un mensaje privado: «Perdona, ¿nos conocemos?». Respondió en seguida: «Soy el camarero del bar que estuviste esta tarde. Vi tu nombre en la tarjeta de crédito y no pude evitar agregarte. Sentía curiosidad»

8 de abril de 2013

HIPSTER

"No sabía a donde ir excepto a todas partes" (On the Road de Jack Kerouac)

1
Ya es primavera. Eso dicen. Mi nariz está roja y no paro de estornudar, así que deben tener razón. Olvidé las pastillas para la alergia cuando me fui de casa de mis padres hace tres meses. Es la tercera vez que me independizo en 30 años. No es una mala media. Podría bajar a la farmacia a comprar una caja de pastillas nueva pero no recuerdo cómo se llaman y no quiero telefonear a mi madre para preguntárselo. La semana pasada fue su cumpleaños y olvidé felicitarla. Yo olvido muchas cosas. Olvido sacar la ropa de la lavadora. Olvido destender la ropa cuando ya está seca. Olvido el color de los ojos de mis novios. Así que no voy a llamar a mi madre para que me reproche no haberla llamado por su cumpleaños pero sí para preguntarle el nombre de las pastillas para la alergia. Hace sol. Llevo gafas de pasta, americana y la camiseta que siempre te gustó tanto.

2
Odio andar por las calles de Barcelona en invierno o los días que llueve. En cambio, cuando llega la primavera y sale el sol, como hoy, podría pasar horas caminando. Podría pasear por toda la ciudad sin rumbo fijo. Es lo más parecido a la felicidad que conozco junto a los caramelos de miel que me daba mi abuela, una canción de Rabbit! que se llama Great Is Better o esos momentos en los que te tumbabas desnudo encima de mí justo antes de que nos durmiéramos.
Caminar sin prisa te abre los ojos. Todas las personas que se cruzan contigo parecen personajes de una novela de John Steinbeck. Con sus frases cortadas al pasar, su ropa, sus actitudes. Paro en una frutería y me compro una manzana roja. La froto en mi pecho, lo he visto en las películas. La muerdo. Está buena. Dejo de estornudar por un rato aunque me sigue picando la nariz. Bajo por la calle Viladomat hacia Sant Antoni. Paso delante del polideportivo por el que paso todas las mañanas para ir a trabajar. Hoy no voy a trabajar, la empresa me debe días, pero el tío que siempre me encuentro limpiando la acera está ahí, frotando el suelo con lejía, como de costumbre. Este hombre limpia las cagadas de paloma de delante del polideportivo todos los días. En lugar de buscar la forma de que las palomas no se posen en la fachada para que no se caguen, el tío limpia cada día la mierda con el ansia de la primera vez. Se tira horas hasta dejar la acera impoluta. Pero al día siguiente se lo encuentra todo cagado de nuevo. Y vuelta a empezar. Siento que hay algo de mí en este triste limpiador. Me pasé un año haciendo lo mismo para salvar nuestra relación, pero nunca se me ocurrió eso de ir al origen del problema. Por eso las cosas me van como me van.

3
Cada dos calles, hay un contendor de basura y en todos y cada uno de ellos hay una persona rebuscando en su interior. Esto antes no pasaba. Hace sol. No arruinéis mi día, gente pobre. Son personas de todas las edades y nacionalidades. Gente de apariencia normal, bien vestida. La crisis. Me arrepiento de no haber cogido la cámara de fotos. En el cruce de Viladomat con Consell de Cent me acerco al contenedor a tirar el corazón de mi manzana. Cuando estoy a un paso de él, se abre solo desde dentro y aparece una cabeza.
Hola. Vengo a tirar esto.
Hola. ¡Qué sorpresa!
Disculpa, ¿nos conocemos?
Es una chica rubia con la que hice teatro hace muchos años. Está igual. Un poco más delgada. Tiene la cara sucia de buscar en la basura. Coge lo que queda de mi manzana y le da un mordisco.
Hoy en día uno tiene que buscarse la vida como puede.
Ya veo, ya.
Tienes la nariz roja.
Y tú negra. 
Me da pena verla ahí metida. Llevo 30 euros en el bolsillo y algunas monedas. Dudo si darle algo.
¿Y cómo te va el teatro? me dice.
Bien. Bueno... ahora me dedico más a escribir.
Se rasca el cuello. Sus manos están negras. Sus uñas están negras.
¿Escribir? Muy bien, ¿no?
¿Y qué escribes?
No sé. Cosas.
Ah.
¿Y a ti cómo te va el grupo de música?
Pues, lo dejé.
¿Ah, sí? ¿Por qué?
Antes me molaba escribir canciones para abrirle los ojos a la gente. Letras sobre el mundo en que vivimos, sobre lo injusto que es y lo podrido que está el sistema. Me molaba decirles las cosas para hacerles reflexionar. Pero ya no le veo ningún sentido.
¿Por qué?
Porque lo que yo tengo que decir, ahora ya lo sabe todo el mundo.
Me despido de ella evitando tocarla y le deseo suerte.

4
Llego finalmente al café Federal, en la calle Parlament esquina Comte Borrell, donde me esperan dos amigos norteamericanos para hacer un brunch. Nos sentamos en una esquina, dejamos nuestros tres iPhone sobre la mesa. Pido un cruasán con jamón y queso fundido y una infusión de limón y jengibre. 
Tienes la nariz roja.
Lo sé.
Uno de mis amigos pide lo mismo que yo. El otro pide un Bloody Mary. «Me gustaría morir con un Bloody Mary en una mano y un cigarrillo en la otra», dice. Son las once de la mañana. Hablamos de chicos, de política, de malas experiencias y de literatura. De pronto, uno de ellos dice:
Me encanta vivir en Barcelona. Siempre había soñado con vivir aquí y mírame. Aquí estoy. Cumpliendo mi sueño.
Eso está muy bien digo.
¿Y tú? ¿Eres feliz aquí? me preguntan.
—Pues... No lo sé.
Si no lo sabes es que no lo eres.
Es posible.
Doy un sorbo a mi infusión de jengibre. Está demasiado caliente.
¿Y cuál es la ciudad de tus sueños?
La respuesta es sencilla porque siempre respondo lo mismo.
Barcelona.
Tras un breve silencio, los dos se ríen.
¡Qué suerte haber nacido en la ciudad de tus sueños!
Te equivocas digo. Es una desgracia.
¿Qué quieres decir?
Que yo siempre he soñado con Barcelona, igual que vosotros. El problema es que ya estoy aquí.
¿Y eso qué significa?
Significa que la Barcelona con que yo sueño, no existe.