16 de septiembre de 2012

Y OTRA NOCHE MÁS

"Están ocurriendo muchas cosas pero a quien sigo esperando es a ti" (El color de la noche)


Tengo una luz roja apuntándome a la cara. Un foco enorme que se enciende y se apaga justo encima de mí y no me deja ver. A mi derecha, un altavoz me taladra el oído con una estúpida canción: tacatá, tacatá. No entiendo nada. Es una puta pesadilla de estribillo. Una onomatopeya de las notas trepanándote el cráneo, pudriendo tu cerebro con rimas virulentas. La concurrencia baila y da palmas, aunque en mi interior suena I'll be your baby tonight de Bob Dylan y no sé por qué. Los hielos del cubata ya se han derretido. Le doy un sorbo al güisqui caliente y, de repente, la Coca-Cola parece demasiado dulce. Tengo ganas de lavarme los dientes. Es sólo otra noche más.
Hacía una semana que no recibía mensajes de Frank, el tío de Madrid que había confundido mi número con el de una tal María y quería que le mandase fotos de mi coño. Después de más diez mensajes de pago a los que no respondí, Frank me mandó una foto de su polla. Una foto oscura y desagradable de una polla pequeña y morena. Entonces, contesté: "No soy María. Te equivocas. Por favor, no escribas más a este número". 
Echo un vistazo a mi alrededor. Hace tiempo que ningún chico despierta en mí el más mínimo interés. Tengo la dolorosa sensación de estar harto de mí mismo. De estar siempre rodeado de las mismas personas una y otra vez. A lo lejos veo a Chándal acercarse con su vaso de tubo medio lleno y los hielos derretidos. Le saludo levantando las cejas. 
—Hoy no es tu noche —le digo.
—He follado tres veces esta semana, así que tampoco voy a esforzarme mucho. 
—Qué suerte.
—Ligar en la discoteca se ha vuelto imposible. Prefiero las citas.
—Calla, no me hables de citas.
Ayer quedé con un chico que tenía dos ex maridos. El primero había muerto en un accidente de tráfico, me contó. Lo siento, le dije. Era alcohólico, dijo él. Y se río a carcajadas como si acabara de contarme un chiste macabro. El segundo lo llevó a vivir a la montaña. Decidieron casarse después de un mes de conocerse.
—¿Tan rápido? —dije.
—Sí, porque sentí que era el hombre de mi vida.
—¿Y qué pasó?
—Trajo a su madre a vivir con nosotros porque tenía alzheimer y yo le abandoné. Pero somos muy buenos amigos.
No voy a ligar esta noche porque con la cara de amargado que tengo no se me va a acercar nadie. Chándal me empuja cada vez que pasa algún chico por nuestro lado pero yo sólo pienso en irme de esta ciudad, a algún lugar lejos de aquí donde no tenga que ver las mismas caras todas las noches.
Creía que Frank de Madrid había entendido que se estaba equivocando de número, pero hoy ha vuelto a escribirme:
"Hola maria que tal estas perdona por el otro dia ya se que estas casada".  [sic]
Un chico al que le saco una cabeza me toca en el hombro. Le miro. Tiene una sola ceja. Se acerca peligrosamente a mi oído izquierdo. Puedo notar su aliento caliente como el vapor de una tetera. Me dice: "Llevamos la misma camisa". Lo miro de arriba a abajo. Él sonríe mostrando sus dientes torcidos. Es cierto, llevamos la misma camisa. Respondo con una mueca y le doy dos palmaditas en la espalda.
—No puede ser que no haya nadie que te guste —me dice Chándal—. Vamos, tiene que haber alguien.
Puede que lo haya, al fin y al cabo, cada uno adapta la realidad como mejor le convenga. Frank de Madrid no acepta que yo no soy María porque se le acabaría la diversión. Yo no encuentro a nadie que me guste porque disfruto del aire trágico que me da la soltería y el fracaso. Porque me gusta quejarme y andar por ahí con cara de perro abandonado y hacerme la víctima. Son realidades construidas por nosotros mismos.
—Anímate y ve a hablar con alguno ahora que todavía eres joven.
Chándal tiene razón. Tengo que hacer un esfuerzo. No tengo nada que perder. Así que miro a un lado y a otro. Suenan las Spice Girls. Cualquier chico que esté bailando ahora, difícilmente me parecerá atractivo. Al fondo, al lado de la barra, sin demasiado entusiasmo, hay un chico de tirantes. No está nada mal.
—¿Ves a ese de ahí?
—Sí.
—Ese me gusta.
—Muy bien.
—Me recuerda un chico con el que estuve hace tiempo.
—Vale, pues vamos.
Nos acercamos lentamente. Los pies se me pegan al suelo a cada paso. Intento construir una sonrisa, una simpatía artificial que me va a resultar necesaria. Cada vez estoy más cerca y no estoy nada convencido, pero es lo bastante guapo como para alegrarme la noche. Tengo a Chándal justo detrás de mí, dándome apoyo moral, cuando por fin alcanzo mi objetivo. Estoy frente al chico de tirantes. Me mira durante medio segundo y dice:
—Hola, ¡cuánto tiempo sin verte! —sonríe. Parece una sonrisa de verdad—. ¿Cómo te va todo?
Y me da dos besos. Uno en cada mejilla, humillándome. Despertándome de una confusión absurda. El chico de tirantes no se parece a uno con el que estuve hace tiempo. Es él. Es el chico con el que estuve. 
—Pues muy bien. Aquí. Pasando la noche. Otra noche más.

3 de septiembre de 2012

LA OTRA NOCHE

"Cada momento perdido es la vida. Es incognoscible, excepto para nosotros mismos, cada uno de nosotros inexpresablemente, este hombre, esta mujer. La infancia es vida perdida y reclamada segundo por segundo" (Punto Omega, Don DeLillo)


El portero es un tipo agrio y mayor, con el pelo graso y una camisa gris metida sólo por un lado. Me increpa: "¿Sabes cómo va esto?". Y me entrega una tarjeta roja. Huele a crisis económica y a Brummel.  Lleva un bigote anacrónico de cuñado del dueño del local. Todo esto es demasiado poligonero como para estar por encima de la Diagonal. Supongo que no estamos lo bastante por encima, en realidad.
Cojo la tarjeta roja y digo: "Sí". Pero, el tío repite escupiéndome: "¿Sabes cómo va?". Y digo: "Sí". Me limpio el perdigón de saliva de la mejilla con dos dedos, mientras me explica: "Te tomas una copa y te la cambian por una tarjeta verde para poder salir". No sé para qué me pregunta si va a explicármelo de todas formas.
Dentro hace calor. Mucho más calor que en la calle. Pero los chicos no van sin camiseta, ni las chicas llevan abanico, como en otros lugares que frecuento. Por cada gorda, hay cinco babosos sonrientes que les abren paso por la pista. De todos ellos, hasta el más tonto va al gimnasio. Es un freakshow, un concurso de tener los bíceps más grandes que la cabeza.
Me dirijo directamente a la barra con mis amigos. Lázaro me dice:
¿Qué vas a tomar?
Cualquier cosa para que me dejen salir de este sitio de mierda.
Lázaro se ríe a carcajadas y me besa en la mejilla. Está borracho. Recibo un mensaje de texto en el móvil.  De los que valen dinero. Es otra vez ese número desconocido.
"Maria dime como eres anda guapa".  [sic]
Llevo todo el día recibiendo mensajes de este tipo. El primero fue por la mañana, en la oficina. Estaba desglosando la factura de un cliente que tenía al teléfono:
"Maria yo me llamo frank y soi de madrid los mensajes mandamelos a este y la foto de tu coño al otro numero". [sic]
Recibir un mensaje así a plena luz del día, en medio de la aséptica rutina puede ser terrorífico. Yo estoy a lo mío, con mi café, mis facturas y mis reclamaciones. No quiero que irrumpa en mi imaginario un tal Frank de Madrid y el coño de María. Obviamente, no respondí. Demasiado perturbador. Sentía la necesidad de fingir que aquello no había sucedido. Pero, más tarde, a mediodía:
"te follaria ahora mismo maria". [sic]
Pido un gin tonic. La camarera masca chicle. No me pregunta qué ginebra quiero, lo que me parece genial, porque me da lo mismo. Coloca frente a mí un vaso de tubo con dos cubitos. Lo llena hasta la mitad de Larios y deja a su lado un botellín de  Schweppes. Le pago con billete pequeño mirándome en el espejo del otro lado de la barra. ¿Qué hago aquí? Tengo ojeras. Me trae el cambio en seguida. Me pone en la mano la tarjeta verde, mi carta de libertad. Arrojo la tónica sobre la ginebra hasta que el vaso rebosa. Escojo una caña y me doy la vuelta. Un gin tonic barato con una pajita rosa: son esas cosas que hago algunas veces.
"Hola maria que estas?". [sic]
En la pista dos chicos rastrean su entorno. Actúan de dos en dos, como los velociraptores. Bailan cerca de una fea, bajita, con las tetas operadas. Un cardo de pechos descomunales es la presa perfecta, a juzgar por las ganas que le ponen. Pero ella se considera mejor que todo eso y se aleja con aires de grandeza. En tres segundos, una rubia mal teñida y más fea la sustituye como nuevo objetivo de los buitres.
Esos tíos son gilipollas le digo a Lázaro, pero aún así, valen mucho más que los callos que les rechazan. No sé si se dan cuenta.
No lo has entendido —responde. 
¿El qué?
—Les da igual si valen más o valen menos. Se trata de echar un polvo.
Trato de no juzgarlos. Estoy cansado. He venido aquí por un cumpleaños. Nunca sé a qué hora puede irse uno sin parecer maleducado. De todas formas, ya no queda mucho para que abran el metro.
A pesar de lo bizarro, no me siento mejor que todos estos pagafantas que bailan delante de mí. Hasta Frank de Madrid empieza a parecerme tierno:
"Hola cariño luego te llamo un beso o yamame tu si quieres"  [sic]
Sus mensajes no tienen sentido. Si ni siquiera le he contestado. ¿Qué hago si me llama? ¿Respondo? Si llama, me va a dar un ataque. Puede que María ni exista. Por un momento me imagino un señor mayor enviando mensajes a números de teléfono al azar, inventándose nombres de mujer, tratando de acertar. No sé por qué pero, con el alcohol y en este ambiente, no me parece tan descabellado.
—Vámonos, Lázaro. Este lugar es deprimente.
Vale, aviso a los demás.
Le doy con desinterés la tarjeta verde al portero de la camisa gris. En la calle, hay un montón de gente. La mayoría, fumando. Un tío se tropieza conmigo. Su aliento desprende olor a tres licores distintos. Está con dos chicas y un chico. Pregunta:
¿A quién crees que debería follarme esta noche a ésta o a ésta?
Las señala con el dedo. Ellas están serias, pero tampoco parecen molestas con el comentario.
—A las dos —responde el colega.
Amanece a lo lejos. El suelo está lleno de vasos de plástico y colillas. Mi móvil se ha quedado sin batería.  Otra noche perdida. Otra noche absurda en la que no he conseguido divertirme. Otro montón de instantes que se van sin remedio. Me despido de mis amigos. Le doy dos besos al chico del cumpleaños. Felicidades, buenas noches. Y camino hacia el metro arrastrando los pies. Lázaro me dice: "Qué vida". Pero ya no tenemos quince años. Ya no suena irónico como antes.